Tengo un amigo cuya cabeza está llena de cifras y es realmente impresionante verlo argumentar con el peso de los números. Yo, en cambio, y quizás por haberme graduado de un colegio en el que solo enseñaban matemáticas, intento nunca argumentar y mucho menos memorizar números. Pero hay dos cifras que me obsesionan. Si siguen el podcast ya sabrán que una es que más de la mitad de los colombianos se irían del país si tuvieran los medios. La otra es que de los países de la OCDE, Colombia está en el top 3 de los que más horas trabaja. Así es: uno de los países menos productivos de la OCDE es el que más brega por producir.
Los economistas tienen (como no) sus explicaciones a la aparente paradoja. Que los trabajos nuestros son poco sofisticados y por eso las largas horas y de paso la baja productividad. Pero toda tragedia macroeconómica esconde microdramas. Esos son los que me interesan.
Basta con aparecerse de imprevisto un miércoles de ceniza en una oficina colombiana para ver como la productividad nacional se despilfarra en un reguero de gente sentada alternando entre las seis pestañas abiertas en su computador, cinco de las cuales nada tienen que ver con su trabajo.
El fenómeno de la improductividad por supuesto no es solo colombiano. Cal Newport apunta en su nuevo libro Slow Productivity que uno de los grandes problemas es que no hemos sido capaces de desarrollar buenas métricas para medir el trabajo cognitivo. En la era industrial era fácil encontrar la equivalencia entre cada unidad de esfuerzo y cada unidad de resultado. ¿Cuántos martillazos se necesitan para ensamblar un Model T, el icónico carro de Ford? En tiempos de Frederick Taylor, tenían la respuesta precisa.
Cuando el trabajo pasó de las manos a la mente se perdió el control del capataz sobre el esfuerzo de sus trabajadores. No hay manera de estar seguros que el publicista junior que mira por la ventana está craneando la campaña de Vive 100. Puede estar perfectamente intentando encontrarle la trompa al elefante que ha empezado a armar en las nubes.
A lo que han recurrido los trabajadores cognitivos (knowledge workers) para certificar que en efecto están trabajando y no soñando es a que la actividad visible sea la garantía de su trabajo. De esta manera, el trabajador moderno se preocupa de que su jefa lo vea ocupado siempre pues ¿cómo más señalizar que está decidido a no perder su salario?
Los oficinistas colombianos no seremos muy productivos pero al menos estamos siempre ocupados. Ese es el resultado de haber perdido el control sobre el input del trabajador. Antes, al menos, el martilleo incesante era garantía de que al final de la línea saldría un muy estándar y muy confiable Model T. Hoy en cambio la única garantía tras miles de reuniones insignificantes es que se ha consolidado el engaño colectivo de que allí se está trabajando.
La solución es renunciar a controlar el input del trabajador y concentrarse más bien en su output. Ya Drucker desde 1967 advertía que “El trabajador cognitivo no puede ser supervisado de cerca ni en detalle. Tan solo puede ser ayudado, pues es él quien debe dirigirse a sí mismo”. El manager que encierra a su equipo creativo durante dos horas en la sala de juntas para forzarlos a dar con el eslogan de la campaña ignora que en veinte minutos de caminata al aire libre un par de juniors habrían resuelto el asunto. ¿Qué importa que el trabajador resuelva su tarea más importante de camino a la oficina y no sentado en su silla ergonómica? El sentido común dice que no debería importar. Pero importa porque el incentivo de ese trabajador es que lo vean ocupado y con la vena supraorbital dilatada en clara evidencia del arduo proceso mental en el que está incurriendo para ganarse la quincena.
Hemos llegado -para volver a la jerga economista- a un equilibrio absurdo: al publicista lo contrataron para resolver problemas pero lo miden no por el resultado de su gestión sino por el grado de dilatación de su vena supraorbital. No es sorpresa que nuestra cultura de trabajo sea la de la sobreproducción de chats, mails, y hasta chisme corporativo; al fin y al cabo lo que importa es que todo el mundo esté todo el tiempo ocupado. No vaya a ser que sorprenda uno a un junior mirando nubes por la ventana.
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Cover de Valerie:
Esta semana en Atemporal: Conversé con Andrés Camargo, uno de los gerentes públicos más efectivos que ha tenido Colombia. Hablamos del miedo a los entes de control, la audacia en el sector público, y la acabativa a la hora de ejecutar.
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Como diría el maestro de maestros, Georga Costanza: 'When you look annoyed all the time, people think that you're busy´.
Acá hay un elemento adicional: la inseguridad psicológica de muchas personas, para las que el tiempo supervisable es sinónimo productividad.
Detrás de esa manía por controlar la vida de otros, hay también una envidia producto de la incapacidad de aceptar que hayan personas mejores, más capaces, más inteligentes, más hábiles, más amables, ..., más!
El logro económico, el valor, es el premio social a quien posee ventaja y quien ha profundizado en dicha ventaja. El valor no es el premio a la abnegación, a las horas extras, a la permanencia en el puesto (las "horas nalga"), el valor es el premio a la ventaja, a ese ser "más". Y esto, para quien carece de ese "más", es inconcebible y exacerba la inseguridad porque naturalmente causa la inseguridad propia del "¿cómo es que el otro sí y yo no?