Es hora de dar la pelea contra el ser.
Admito que nace, en parte, de mi tendencia a ir contracorriente. Hablar del ser se volvió tan mainstream que ya me fastidia.
Para unos es una buena señal: la conversación, dicen, se ha vuelto “más humana”.
Para otros es mala noticia: nos volvimos soft. Renunciamos a la eficiencia para llenar el mundo de propósito. Aclaro que no es precisamente lo que yo pienso.
Es probable que se trate de una “corrección” del mercado de las ideas. El mundo posguerra se había volcado con ferocidad a los ideales del progreso y había derivado en la dinámica wallstreetsuda de “show me the money”, supliendo con plata y cocaína el vacío de vidas sustentadas en recompensas materiales.
La introducción del ser en el discurso pudo haber sido una manera de recalibrar las metas de la humanidad. De pasar a un mundo más equilibrado; sustituir la alienación del trabajador por la alineación del trabajo con las necesidades psicológicas del individuo y ojalá -aquí entra el asunto del propósito- con alguna contribución a la humanidad; en breve, de trascender la materialidad y reconectarse con la espiritualidad.
Una corrección que era necesaria.
Pero la corrección se ha vuelto una sobrecorrección y ya va siendo hora de corregirla.
Lejos de balancear las dimensiones del ser y del hacer, lo que el discurso del propósito ha generado es la estigmatización -en el peor de los casos- o la minimización -en el mejor de ellos- del hacer.
Hacer es hoy una palabra sucia, actividad propia de humanos primarios, que no están “conectados” consigo mismos, esclavos de un “niño interior” que no ha sanado y los impulsa -atención al pecado- a trabajar sin descanso.
Antes de hacer, hay que ser. Eso dicen.
Es curioso: por lo general el discurso del ser se entremezcla con el de vivir con un propósito loable. Me parece que es una paradoja interesante.
El que se la pasa hablando de su propósito se presenta como el más preocupado por los otros cuando en realidad es el más preocupado por sí mismo. Suele ser nada más que una manera de intentar diferenciarse en un mercado competido. De recobrar importancia en una juego de estatus que nunca acaba. Es, si me preguntan, una estrategia de diferenciación bastante floja pues en vez de sustentarse en hechos se sustenta en palabras.
La respuesta al capitalismo salvaje -la corrección de la que hablo- no consistió en cambiarlo (aunque era el objetivo) sino en huirle.
“Si no puedes obtener del mundo eso que verdaderamente deseas”, escribió Isaiah Berlin, “tienes que enseñarte a ti mismo a no desearlo”.
Nuestra era, que prometía consciencia, humanismo y solidaridad, ha resultado en el atrincheramiento individual. En el refugio introspectivo. En la renuncia al mundo real, que suele ser demasiado tosco para generaciones que no buscan nada más que sentirse bien.
Lo que vivimos no es excepcional, según cuenta Berlin. Sucedió “en la Antigua Grecia cuando Alejandro Magno empezó a destruir las ciudades-Estado, y los estoicos y epicúreos empezaron a predicar una nueva moralidad de salvación personal, que asumió la forma de decir que la política no importa, que la vida civil no importa”.
Hay que ver las reacciones de los defensores del ser cuando uno medio sugiere que hacer es importante. Les parece burdo, capitalista, atrevido. En realidad, dicen, la vida se trata de ser buena persona. El único hacer que les gusta es el hacer las paces con el niño interior.
Hay quienes creen que uno ya es lo que es y que la tarea principal es reconectarse con ese ser, que es puro. Yo creo lo contrario: que uno revela y moldea lo que es sometiéndose a hacer.
Simplemente hay que ser, dicen. No me parece que sea tan simple.
No estoy diciendo que el ser no importe. Estoy diciendo que no es lo único que importa. Estoy diciendo que hacer importa. Mucho más de lo que se reconoce hoy en día.
Permitánme ilustrarlo con un ejemplo íntimo. Lo traigo de bien adentro de mi ser.
Hay algo primario que se activa en mí cuando veo el lanzamiento de un cohete. ¿Les pasa igual? Los pelos del antebrazo se levantan, como si estuviera escuchando una canción épica, y reconozco que mi sintomatología no es más que la manifestación individual de algo que me supera. La imagen del televisor pasa del cohete en llamas a las caras de asombro de los espectadores y ahí, para la muestra, está una instantánea de un momento estelar de la humanidad. He ahí, en la conquista del espacio, un momento de comunión como pocos que nos quedan hoy.
La conquista del espacio -como cualquier otra aventura humana- se logra haciendo.
Ya va siendo hora de reconocer que el viaje interior es importante, pero que la obsesión con este va a resultar en miles de seres desconectados de sus pares por andar orbitando alrededor de sí mismos en búsqueda de una identidad ficticia cuya veracidad nunca van a poder constatar. De mantener esta trayectoria, seguiremos, en palabras de Ortega y Gasset, asistiendo “al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a que entregarse”.
Recomendación de la semana
Canción épica: The Man Comes Around
Esta semana en Atemporal: Conversé con la directora de la Escuela de Gobierno de la Universidad de Los Andes, Paca Zuleta, sobre Virgilio Barco, ejecutar desde el Estado, el orígen no obvio de la Constitución del 91, la estupidez vs la corrupción (y cuál cuesta más).
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De acuerdo. Se ha distorsionado el concepto.
Al final: “Somos lo que hacemos” (así señaló el historiador estadounidense W. Durant para resumir el pensamiento de Aristóteles acerca de la excelencia). Solo lo que hacemos nos define; ni lo que pensamos, ni lo que decimos y mucho menos lo que leemos por ahí.
I. Kant es implacable en sus imperativos categóricos: solo quien se comporta, ES (el acto subordina la etiqueta): aquel que estudia es estudiante, aquel que dice la verdad es honesto, aquel que cumple su palabra es coherente, aquel que se compromete (con actos de servicio y entrega) es confiable, aquel que da (y más importante aún: aquel que se da a sí mismo) es generoso.
Disfrazamos con palabras nuestras carencias (“Dime de qué presumes y te diré de qué careces”); el ego necesita etiquetar precisamente lo que no somos para que nos sintamos acogidos (justificados?).
G. Hegel define el valor social de una persona por sus actos evidentes y no por su bondad aparente. Y con evidentes se refiere a aquellos contrastados por los demás, por los que se benefician o padecen las consecuencias de nuestros actos. Podemos pontificar individualmente, sin embargo la verdad surge de la evaluación del otro, de allí su importancia.
Me perdonan, pero me disculpan, pero lo comparto al 100%... hablemos del concepto de felicidad que va por lo mismo