Este texto fue publicado originalmente en CUMBRE, publicación de liderazgo del CESA.
Parece un hecho probado que la historia es benevolente con los hombres comunes. Su atención recae, naturalmente, sobre las figuras excepcionales, ya sea para destacar sus luminosas hazañas o para agrandar la sombra que los sigue. Y aunque las masas anónimas superan a los protagonistas de la historia, hemos tenido suficientes como para que la luz incesante de los historiadores evada al hombre corriente. Para que este último salga del anonimato se requiere que haga algo —o que le suceda algo— tan significativo que sea imposible pasarlo por alto. Tal vez ningún hombre común ha logrado abrirse campo en los libros de historia de forma más espectacular que Emmanuel de Grouchy.
De origen aristocrático pero de temple burgués, prudente y discreto, este muy común hombre común había ascendido los rangos del ejército francés de la única manera que su modesta personalidad le había permitido: gradualmente, batalla tras batalla, con la piel como moneda de cambio. En una época en la que el mérito todavía se alcanzaba en los chismorreos de la Corte, Grouchy había probado su valía en el campo de batalla.
Como pequeñas moléculas de calcio que se apiñan en la travesía por el torrente sanguíneo, los ascensos de Grouchy se acumulaban unos sobre otros para hacer de la obediencia un rasgo estable de su personalidad. Cada victoria en el campo de batalla constituía para el soldado francés una evidencia dura, cálcica, de que el camino a seguir eran la ejecución diligente de las órdenes y la atención rigurosa a las instrucciones de sus superiores. Pero lo que habría de propulsar al soldado terminaría por destruir al comandante.
En su cita con el destino, la obediencia servicial de Grouchy le pasaría la cuenta de cobro más alta que la historia alguna vez haya facturado, cuyo precio habría de pagar no solo él como individuo, sino toda Francia, y, por lo tanto, toda Europa.
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Corría el año 1815. Tras su escape de la isla de Elba, Napoleón está decidido a recuperar lo que hasta hace poco era suyo, esto es, Europa. No con facilidad va a dejarse arrebatar su título de emperador. Frente a un mapa plagado de enemigos y un cerco, sobre el papel, infranqueable, Napoleón entra al tablero de juego con una movida astuta. Con velocidad en el despliegue y ferocidad en el ataque, logra, en la batalla de Ligny, una primera victoria frente al ejército prusiano. Este, diezmado, se ve obligado a replegarse.
La inercia está de su lado y Napoleón, intoxicado por el hubris de la victoria, se ve tentado a lanzar una carga frontal para aniquilar a sus enemigos. Advierte, sin embargo, una cruel paradoja de haber diezmado a los prusianos: en medio de su huida, las tropas restantes podrían sumarse al ejército inglés, movimiento que de concretarse supondría su perdición.
El emperador se ve forzado a renunciar a la audacia por la viabilidad: decide enviar a un tercio de su ejército en persecución de los prusianos: deben impedir a toda costa la unión de sus dos enemigos. A pesar de que viene de quien durante los últimos veinte años se ha mostrado más decidido que el resto, la orden trae una condición: los perseguidores deben estar atentos a reincorporarse al ejército en caso de que se libre la batalla contra los ingleses.
No es evidente a quién debe asignar la importante misión. Napoleón no cuenta con sus mejores comandantes, pues no atendieron su llamado para esta última campaña de redención. A cargo de la avanzada, Napoleón designa no a quien habría querido, sino a quien en suerte le tocó: un hombre, aunque no grandioso, leal: el mariscal Emmanuel de Grouchy.
En su extraordinario libro Momentos estelares de la humanidad, Stefan Zweig nos trasporta a la fatídica noche en la que la orden del emperador recae sobre su hombre de confianza. Llueve como si Dios humedeciera la tierra para absorber la sangre que se derramará en la última batalla triunfal. Las gotas, débiles cuando pasajeras pero letales cuando incesantes, empiezan a borrar las huellas de los prusianos que indican la dirección de la retirada. No hay tiempo que perder. Napoleón, impaciente, camina dentro de su carpa al ritmo del aguacero. De repente se voltea y da la orden a Grouchy: debe encaminarse de inmediato tras la sombra del ejército que huye.
El mariscal siente sobre sus hombros el peso de una excursión cuya dimensión histórica ya se puede palpar desde el momento en que las botas de los soldados salpican las primeras partículas de pantano. La tarea, lo sabe Grouchy, es la más importante que alguna vez se le ha confiado. Y aunque nadie mejor que él conoce sus propias limitaciones, encuentra consuelo en que, si su diligencia le ha valido durante veinte años, no hay razón para que le falle en esta ocasión —aunque se trate de la más crucial—.
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El amanecer del día siguiente agota las nubes. Ya no llueve más. En el campamento, Napoleón recibe las primeras noticias de Grouchy. Todavía no hay rastro de los prusianos, pero su comandante obediente confirma lo que a la luz de su personalidad es una obviedad: no desistirá en su propósito.
Aunque la promesa de Grouchy lo tranquiliza, Napoleón no puede dar más largas a la espera. Es momento de formar y de marchar. Es momento del asalto final.
La suerte, que lo ha acompañado en las batallas en las que debía vencer al ejército enemigo y triunfar contra las probabilidades mismas; la suerte, que lo ha protegido, por cuestión de centímetros y segundos, de atentados mortales; la suerte, que ha consagrado emperador a quien no tiene una gota de realeza en la sangre; esa suerte, fiel compañera, lo abandona en el momento decisivo.
Primero, retrasa el despliegue de su principal activo, la artillería. No basta el entusiasmo de sus soldados para sobreponerse al terreno que, tras tres días de lluvia, está fangoso y a través del cual hace falta empujar los cañones. Luego la sorpresa fatal: las tropas inglesas, que Napoleón imaginaba en Waterloo, están más cerca de lo previsto. La batalla de Waterloo no tendrá lugar en aquel pueblo apacible, sino en las afueras. Eso hará toda la diferencia.
El terreno, presto a absorber sangre inglesa y francesa por igual, ha dado una ventaja insospechada a los ingleses. Cuando los cañones franceses, con dos horas de retraso, finalmente abren fuego revelan una verdad que aterra a Napoleón: su arma más letal, su mayor punto de ventaja, no causa tanto daño como de costumbre. En el momento del impacto, el pantano actúa como un colchón y reduce el alcance de la artillería.
Disminuida su capacidad destructiva, Napoleón entiende que ganará la batalla quien primero obtenga refuerzos. Todo depende, quién lo iba a creer, del mariscal Grouchy. A pesar de que han pasado horas desde que envió una comunicación urgente a su subalterno, instándole a abandonar la persecución, Napoleón no pierde la esperanza de que el hombre común advierta la gravedad histórica del momento y dé media vuelta para reincorporarse al ejército imperial.
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Emmanuel de Grouchy está terminando de desayunar cuando las primeras balas de cañón hacen retumbar el suelo bajo sus botas. No es el único que se da por enterado: inmediatamente sus subcomandantes entran a su carpa, unos conmocionados, otros perturbados, otros ansiosos. No hace falta decirlo, todos saben lo que significa ese ruido del inframundo: Francia e Inglaterra están frente a frente. Libran la batalla definitiva.
No dura mucho el silencio en la reunión imprevista. El subcomandante Gerard encara a Grouchy, a quien ya se le ve dubitativo y nervioso, y le dice —casi le ordena—: «hay que marchar, ¡en dirección de los cañones!». La angustia en su voz ya parece premonitoria de la duda que asalta al comandante Grouchy.
El mariscal no quiere ser víctima de la prisa. Francia e Inglaterra están en el campo de batalla, pero ¿dónde están los prusianos? Pide consejo al resto de subcomandantes. Hay consenso: es momento de abandonar la persecución del ejercito fantasmal y acudir al socorro de su emperador. El mismo Grouchy intuye que esa es la decisión correcta. «Si Grouchy, confiando en sí mismo y en la evidente señal», escribe Zweig, «fuera capaz de reunir el valor necesario para atreverse a desobedecer la orden del emperador, Francia estaría salvada». Pero antes que el coraje, para Emmanuel de Grouchy está el deber. Antes que la audacia, está la obediencia. Y, en palabras de Zweig, «el subalterno siempre obedece lo que está escrito, jamás la llamada del destino. Acostumbrado a obedecer, temeroso, se remite a lo escrito, a las órdenes del emperador de perseguir a los prusianos en su repliegue».
Su apego al deber se traduce en terquedad y, contra los ruegos de sus subalternos, se reafirma en la misión original. Una última molécula de calcio ha entrado en su torrente sanguíneo para reforzar su identidad de soldado obediente y, aunque no lo puede saber aún, con aquella atención insensata al deber ha decidido ya el destino de la batalla de Waterloo.
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El contraste entre el mariscal y el Emperador no puede ser más chocante: a la diligencia del primero se opone la astucia del segundo. Sus historias son diametralmente opuestas: la de Napoleón no habría sido posible sin un cierto desprecio por las reglas, sin un desdén por las trayectorias vitales que le correspondían al nativo de una irrelevante isla ubicada entre Italia y Francia. Grouchy, en cambio, no podía separar su vida de los estamentos y las reglas de la vida en sociedad. En la predictibilidad de su biografía, el mariscal encontraba refugio. La burla del destino sería cruzar estos recorridos dispares en un momento tan decisivo que esa intersección vital resultara en que, en palabras de Zweig, «la falta de ánimo de un hombre pequeño, insignificante, ha destruido lo que el más osado, el más perspicaz, construyera en veinte años de heroísmo.»
El precio de la obediencia
Entre los números inconmensurables de su especie, el hombre de bajo perfil cree haber encontrado refugio. Un rincón oscuro en el que pueda evadir responsabilidad. Una sombra en la que su vida pueda pasar desapercibida y no se convierta nunca en biografía. Su aliado en ese propósito es la burocracia, cuyo entramado de procedimientos y escalones lo arropa. Al deshumanizar las organizaciones, la burocracia promete pasaje seguro al trabajador que se compromete con el manual de instrucciones. Reduce su margen de acción —y por lo tanto su margen de error— y, en el proceso, sacrifica al genio para proteger al burócrata anónimo.
Pero toda organización, por más instrucciones y protocolos que tenga, sigue componiéndose de humanos. Y siempre, en presencia de humanos, hay lugar al heroísmo y, por supuesto, al error.
Acostado en la cómoda cama de la burocracia, el individuo cree haberse aislado de un mundo caótico e impredecible. Cree que, a cambio de su obediencia, ha exiliado para siempre el riesgo de errar. Pero, en medio de su ensueño plácido, el burócrata olvida que la conformidad es, aunque no lo parezca, una elección y que toda elección se paga a un precio.
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Es difícil imaginar un precio más caro que el que pagaría Grouchy. Pero incluso precios más modestos que se han pagado en honor a la obediencia han sido suficientemente onerosos. Está por ejemplo el caso de los ingenieros de la NASA que no objetaron, a pesar de dudas persistentes, el fatal lanzamiento del Challenger. En esa fría madrugada de enero de 1986, el precio de la obediencia fue la vida de siete astronautas, por no reparar en los costos materiales y el revés que el accidente significó para la exploración espacial.
A la tragedia del Challenger se encontraron explicaciones de cultura organizacional. La cultura rigurosa de la NASA exigía que toda afirmación estuviera sustentada en evidencia dura. Y aunque la intuición de los ingenieros les decía que no era recomendable dar luz verde al lanzamiento del transbordador esa mañana, no tenían a la mano suficientes datos para justificar su corazonada.
Razones culturales también se han sugerido para explicar el accidente, en enero de 1990, de un avión de Avianca, proveniente de Medellín, en su aproximación al aeropuerto JFK de Nueva York. La falla, escribe Malcolm Gladwell en su libro Outliers, estuvo en la falta de claridad del copiloto para expresarle a la torre de control la situación de emergencia en la que se encontraba la aeronave —no les quedaba combustible—. En ninguno de los intercambios con la torre de control, el copiloto colombiano usó la palabra ‘emergencia’, error fatal que hizo que, en una noche de pesado tráfico aéreo, no se diera prioridad al aterrizaje del avión colombiano. No hace falta escuchar la grabación de la caja negra. Basta con el texto de las transcripciones para advertir la timidez del copiloto colombiano. Minutos antes de morir, su emoción dominante no es la urgencia, ni la ira, ni siquiera el desespero: es el temor reverencial frente a quien percibía como un superior, el operador de la torre de control.
¿Qué cohibió al copiloto colombiano a tal punto que prefirió el accidente en vez de disgustar a un superior? Según Gladwell, la explicación está en una herramienta desarrollada por Geert Hofstede que mide la «distancia de poder», término que se refiere a las actitudes frente a las jerarquías y el respeto por la autoridad que existen en diferentes culturas. Entre mayor sea la distancia de poder, un subordinado tendrá más respeto por su superior y estará menos dispuesto a desatender sus órdenes. La cultura colombiana puntúa alto en el ranking del Índice de Distancia de Poder, lo que explica el comportamiento extraño del copiloto y arroja una conclusión aterradora: el peso de la cultura reverencial colombiana fue suficiente como para derribar un Boeing 707.
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Por fuera de las oficinas de la NASA y por encima de las cordilleras colombianas, el fenómeno de la obediencia pervive. Al describir el carácter de Grouchy, Zweig se refiere a la obediencia como una virtud burguesa. Es una tesis provocadora que, no obstante, vale la pena clarificar. Probablemente el escritor austriaco la relacione con la burguesía en la medida que la obediencia es un valor representativo de dicha clase social. Pero difícilmente podría uno argumentar que estamos hablando de una hija de la burguesía. No hay que olvidar que, aunque el aristócrata se sienta hombre libre cuando a mediodía se da un baño en el lago de su hacienda, de noche está arrodillado, en obediencia, frente a Dios.
Estamos frente a un rasgo que es inherente al ser humano, que lo acompaña sin distinguir su clase social, que con la burguesía asumió el carácter de virtud y con el sueño americano encontró materialización en la recompensa que le esperaba a quien agachaba la cabeza y trabajaba duro.
Pero que la obediencia sea angular al hombre y que haya alcanzado el rango de virtud no quiere decir que quien la observe tenga garantizado el éxito. Ni que esté protegido del fracaso.
Esto no siempre es evidente. Y es que está tan imbuida la obediencia en nuestro actuar que, para muchos, es equivalente a ser competente. Los protagonistas de los incidentes de Avianca y del Challenger no eran personajes mediocres. Todo lo contrario: eran profesionales competentes sobre quienes el destino momentáneamente se posó. La competencia, entonces, no puede abarcarse de manera unidimensional, no se agota en la obediencia. He ahí la gran mentira del sistema educativo: no quien obtiene la máxima calificación en su paso por la universidad ha hecho méritos para asumir la responsabilidad del botón nuclear. Existen otras dimensiones que deben sumarse al análisis. Otras virtudes, estas ya no burguesas, deben considerarse: el coraje, la audacia, el criterio, incluso la genialidad.
Claro: en una época en la que se castiga con mayor ahínco la ofensa que la mediocridad, en la que se prefiere al mediocre correcto por encima del genio incorrecto, salir en defensa de la genialidad pasa por nostalgia reaccionaria. Pero es necesario hacerlo: no vaya a ser que sobre nuestros hombros recaiga, en un día lluvioso cualquiera, la responsabilidad de ignorar las instrucciones, disgustar a nuestros superiores, y salvar a Francia de la peor de las catástrofes.
Recomendación de la semana
Lugar para trabajar en Bogotá: Biblioteca Virgilio Barco
Cada vez es más difícil encontrar un lugar silencioso para trabajar. La Virgilio Barco me pareció muy pero muy agradable.
Esta semana en Atemporal: Conversé con el exalcalde de Medellín, Alonso Salazar, sobre el relevo de los narcos, el cura paraco, hacerle frente a los problemas, la continuidad de un proyecto de ciudad, entre otros!
Esta edición del newsletter es posible gracias a COMFAMA. Pocas instituciones han sido tan promotoras de la lectura como COMFAMA (opinión personal) y hoy quiero contarles que uno de mis lugares preferidos para trabajar -cuando estoy en Medellín- es la biblioteca de COMFAMA al lado del café Otraparte. Es uno de los pocos lugares silenciosos que van quedando en Colombia y siempre me ha gustado trabajar rodeado de libros.
Aquí pueden conocer el catálogo de libros para préstamo que tiene COMFAMA en sus bibliotecas, algunos de ellos en versión digital.
Hace mucho aprendí que la palabra "obedecer" significa literalmente del latín: "saber escuchar" o "actitud de escucha".
Obedecer es una palabra que se ha distorsionado hacia una acción ciega y sorda que asume la pérdida de la voluntad y es de ahí, las tragedias que señalás. Es decir, los que actúan como estos individuos que listás, no están realmente obedeciendo sino renunciando a su libertad por el miedo.
Un comentario adicional: el remate de la introducción a ese capitulo del libro de Zweig es lapidario; refiriéndoselo a estos individuos esclavos dice: "Sólo muy rara vez alguno de ellos, enérgico, enaltece la ocasión y con ella a sí mismo. Pues tan sólo por un segundo se entrega lo grande al insignificante. Y al que desaprovecha ese momento, jamás le concede una segunda oportunidad."
Excelente reflexión Andrés, coincido con tu pensamiento, pero siento que falta un elemento propio de las culturas latinoamericanas: el conformismo, asumir el puesto que le tocó en la sociedad y aceptarlo sin cuestionarlo. No es solo un enfoque de mediocridad, que lo hay, sino también del conforme que con sus actitud es obediente, sumiso y mediocre.