En los últimos años no ha sido fácil encontrar ejemplos de coraje en la escena política de Colombia. Por eso me inspiró tanto cuando José Manuel Restrepo asumió el ministerio de Hacienda en el momento más crítico del estallido social cuando parecía que nadie estaba dispuesto a hacerse cargo de la situación (hay que recordar que al presidente de la república le rogaban que fuera a Cali).
Publiqué este perfil de José Manuel Restrepo hace más de un año en CUMBRE, el portal de liderazgo del CESA. Acá va de nuevo y quedará disponible en mi página de substack. Si no lo pueden leer bien, vayan directamente a mi substack y lo buscan ahí.
I. La llamada del presidente
Era domingo cuando José Manuel Restrepo contestó la llamada del presidente. Debía de tener los ojos cansados. Él al igual que otros 51 millones de colombianos. Me imagino los ojos agotados del empresario angustiado, cuya empresa coqueteaba con la quiebra. Pienso en los párpados de los que protestaban: pesados tras días de marchas cuya frecuencia e intensidad iban aumentando, a pesar del paso del tiempo. Mis ojos no terminaban de abrirse esa mañana: había pasado la noche viendo los videos del horror: la ambulancia retenida por manifestantes en la que murió el bebé de la embarazada, los civiles que disparaban sobre otros civiles, los policías que hacían de militares, los vándalos que incendiaban estaciones de buses. Eran escenas de un país en guerra civil. Era el primer domingo de mayo de 2021, empezaba la segunda semana del paro nacional que ya había pasado de caos a catástrofe social y del que nadie sabía a dónde iba a parar.
Se sabía poco. No se entendía por qué marchaban los que marchaban. Cada quien parecía tener sus razones. Y aunque las motivaciones estaban dispersas, la energía estaba concentrada, y la protesta se había prolongado tanto tiempo que parecía que nunca iba a acabar. Los ancianos sólo entendían una cosa: que no se podían enfermar. Con los hospitales todavía repletos por la pandemia, la pregunta ahora no era si habría camas suficientes, sino si —con unas vías intransitables por marchas y otras cerradas por retenes ilegales— iban a poder llegar al hospital. Y si lo lograban, ¿estarían allá las enfermeras y los médicos?
Tampoco se sabía quién podría ponerle fin a aquello. Hasta los políticos que habían alimentado las llamas del paro pedían que reinara nuevamente el orden. El paro había tomado vida propia y de él había surgido un nuevo estilo de vida: en las calles se cocinaban sancochos comunitarios y se jugaba fútbol. Para muchos jóvenes, esta vida era un alivio frente a la que habían sufrido los meses anteriores, encerrados en sus casas por la pandemia. Preferían el país en llamas al país en la casa. Nada era cierto, salvo una cosa: la explosión social se había desatado cuando el gobierno Duque presentó su reforma tributaria. Sobre eso quería hablar el presidente con José Manuel Restrepo esa mañana de domingo.
«Vengase para Palacio», le dijo el presidente, que, aunque tenía asuntos más apremiantes que atender, como mantenerse en el poder, debía llenar la vacante del ministro de Hacienda. El puesto estaba libre desde que el anterior ministro renunció con la esperanza de que su sacrificio calmara a las masas. Había sucedido lo opuesto: la renuncia las había enardecido. Si en una semana habían tumbado a un ministro, ¿en cuántas caería el Gobierno?
Que el presidente lo llamara no era extraño, pues José Manuel Restrepo era el ministro de Comercio. Pero era una citación inusual para un domingo, uno de los pocos días en los que el ministro podía desentenderse de su trabajo. «Afortunadamente», cuenta Restrepo, «yo ya intuía que esa llamada era para ofrecerme el Ministerio de Hacienda y lo alcancé a discutir con mi esposa antes de ir».
Restrepo me explica que, como todo economista, él también soñaba con ser ministro de Hacienda. Confiesa, incluso, que habría preferido la cartera de Hacienda a la de Comercio, la cual había ocupado desde 2018 cuando empezó el gobierno Duque. Si le hubieran ofrecido el Ministerio de Hacienda en cualquier otra circunstancia, habría aceptado inmediatamente. Pero en mayo de 2021, Colombia vivía circunstancias extraordinarias. En ese momento, aceptar su trabajo soñado no solo implicaba asumir uno de los cargos más importantes del Gobierno, sino también ponerse en frente de un pueblo enfurecido que exigía cabezas. A Restrepo le estaban poniendo el sueño en la palma de la mano, y solo tendría que cerrar el puño para concretarlo. Pero hacerlo lo convertiría en el escudero de un gobierno que pasaba su peor momento.
A pesar de que la sensatez habría aconsejado lo contrario, a pesar de que otros antes de él probablemente ya se habían negado, a pesar de que todos lo habríamos entendido y justificado, ese domingo en el que debía tener los ojos cansados, José Manuel Restrepo aceptó el encargo.
«No estoy seguro si fue un acto de valentía o una irresponsabilidad», dice Restrepo. Los cientos de mensajes que entraron a su WhatsApp apenas se supo la noticia apuntarían a lo segundo. Cuando lo nombraron ministro de Comercio, Restrepo recibió tantas o más felicitaciones, pero no tantas advertencias. «Felicitaciones, pero eso va a estar muy difícil», decía uno de los mensajes. La mayoría estaban conjugados con un «pero»: «Felicitaciones, pero ¿usted sí calculó bien?».
Restrepo no tenía la respuesta. Había calculado, claro. Había calculado, por ejemplo, que podría salir muy mal. «Yo alcancé a anticipar», dice, «que eso podía ser terrible al punto de que mi fracaso eventualmente llevara a que dejara de existir el mismo Gobierno». Dos reformas tributarias fallidas, me explica, es un costo político del que un gobierno difícilmente podría reponerse. Mucho menos uno que intenta mantenerse en medio de protestas incesantes, calles incendiadas, y un país paralizado.
Sólo recordando la sensación de desesperanza que reinaba; sólo volviendo a inhalar el humo que se dispersó cuando la olla social estalló; sólo reviviendo la pesadez en los párpados; sólo recordando ese momento irrepetible en el que parecía que habíamos abierto las puertas del infierno y ya no habría manera de volverlas a cerrar; sólo admitiendo lo que muchos tímidamente creemos y no nos atrevemos a decir en voz alta: que estábamos al borde del abismo, y al abismo mirábamos, y el abismo nos miraba de vuelta, sólo así se puede entender que lo que José Manuel Restrepo hizo esa mañana de domingo cuando aceptó el cargo de ministro de Hacienda no fue comprometerse a sacar adelante una reforma difícil: fue cargar a un país que estaba a punto de asfixiarse.
II. Cuentas y Política
Toda su vida, José Manuel Restrepo ha llevado cuentas y, toda su vida, ha hecho parte de la política. «De la Política», me corrige, «con P mayúscula». La política con minúscula, me explica, es el ejercicio de construir microempresas electorales. Intercambiar favores por votos. Es la idea de política que se ha grabado en la mente del ciudadano promedio, que tiene la costumbre de reducir la complejidad de los problemas del país cuando rabiosamente asevera: «Lo que pasa es que los políticos son unos corruptos». Restrepo prefiere la otra Política, la de la p mayúscula, que consiste en construir algo más grande que una microempresa electoral e infinitamente más difícil: el bien común. Esta Política se escapa del edificio del Congreso y se mete en las otras dimensiones sociales: «En la familia hay Política, en la empresa hay Política, naturalmente en el país hay Política, pues todos son escenarios en los que hay que decidir sobre el bien común».
Cuando fue edil del barrio Chapinero en Bogotá, Restrepo advirtió lo escasos que son los políticos de p mayúscula. Algunos de sus colegas en la Junta Administradora Local habían llegado ahí para perseguir sus intereses particulares. En esa entidad de deliberación, que pocos ciudadanos conocen, se daba la misma dinámica clientelar que ha desprestigiado las instancias más importantes de la democracia colombiana. «Si la política se ejerce con p minúscula no es un servicio: es un negocio», dice Restrepo. El negocio de los votos y los favores, en el que «la persona no está ahí para hacer leyes, sino para obtener beneficios que le permitan reelegirse en cuatro años».
Restrepo, que hoy tiene 52 años, fue edil en sus veintes. Tres décadas atrás, el fenómeno político era idéntico al contemporáneo: nuevas camadas de políticos llegaban dispuestos a actuar diferente. Hace treinta años, aparecían outsiders listos para «renovar» la política, que lleva toda la vida renovándose. «Gente nueva» era el movimiento político de Restrepo, y, como buenos políticos alternativos, hacían campaña entregando volantes en la calle.
El despliegue no era tan dispendioso como uno podría imaginar. Estaba restringido a una sola zona de Bogotá y no buscaba una cantidad enorme de votos. Se calculaba que un edil necesitaba alrededor de cuatrocientos votos para ser elegido. «Imposible que no logremos cuatrocientos votos», recuerda haber pensado Restrepo, que figuraba como edil suplente de su amigo Rueda. En todo caso, cualquier estrategia ingeniosa para sumar votantes cabía: «Nos volvíamos amigos de los porteros de los edificios y ellos ponían la publicidad de la campaña dentro de los periódicos», cuenta Restrepo. La modesta táctica producía la impresión de que la campaña invertía grandes sumas de dinero en publicidad. «Me llamaban amigos» dice Restrepo y se ríe, «a preguntarme cómo había hecho para que nuestros volantes llegaran con El Tiempo».
El día de las votaciones, Restrepo se plantó en la entrada del puesto de votación —en esa época no era prohibido— y estrechó mano por mano a los votantes que sabían cuál alcalde marcar en el tarjetón, pero no tenían ni idea qué era un edil, ni mucho menos por cuál candidato a edil de Chapinero votar, salvo, tal vez, por el tipo sonriente de la entrada, «Restrepo, creo que dijo que se llamaba».
No fueron cuatrocientos votos, sino mil novecientos, «la mayor votación entre ediles en esa edición electoral». La llave Rueda-Restrepo obtuvo casi cinco veces más votos de los necesarios, pero esa sería una de las últimas ocasiones en las que a José Manuel Restrepo le cuadraron las cuentas políticas. A partir de entonces, siempre le faltaron votos.
«Éramos nueve en la Junta de Chapinero, y las votaciones solían quedar siete a dos o seis a tres, y yo solía ser minoría». Fue su bautizo en política, su introducción a la discusión entre diversos, el baño de realidad de que en democracia a veces se gana pero casi siempre se pierde. A Restrepo no solo lo desanimaba perder; lo desilusionaba la manera como se daban las votaciones. Esos siete a dos resultaban no de la deliberación sensata y concienzuda de ediles, sino de arreglos previos entre políticos.
En las noches, el edil Restrepo llevaba el inventario de un frigorífico. Ahí las cuentas le tenían que dar, sí o sí. Restrepo, que debe de medir más de metro ochenta, tenía que agacharse entre carnes para poner las plaquetas de inventario en las neveras y vitrinas de exhibición. Quien lo hubiera visto en esas no se le habría ocurrido que aquel trabajador juicioso era un político, que el edil Restrepo de día hacía política y de noche llevaba las cuentas.
Años más tarde esa curiosa doble faceta lo llevó al Congreso. «Yo era secretario académico de la Facultad de Economía de la Universidad del Rosario», cuenta Restrepo, «y del Congreso llamaron al decano para pedirle que presentara un candidato para asesorar a la comisión tercera». Su mejor candidato, evidentemente, era el exedil Restrepo, que atravesó por primera vez las puertas del Congreso en calidad de asesor.
III. La otra llamada del presidente
Estaba en su oficina cuando sonó el teléfono. Su trabajo era el mismo de siempre: llevar las cuentas y hacer Política. Ahora su título era rector. Rector de su alma máter, la Universidad del Rosario. Cuando ya no aguanta una sentadilla más y el instructor de gimnasio le dice que «piense en su lugar feliz», Restrepo se imagina un campus universitario. En la oficina de la rectoría, Restrepo solía detenerse a pensar en lo que piensa todo aquel al que están a punto de tentar con otro trabajo: que estaba dichoso y se veía ahí por muchos años más. Fue entonces cuando sonó el teléfono.
No duró mucho la llamada con el presidente. Lo quería como ministro de Comercio. No había mucho más que agregar. Restrepo tampoco alargó la conversación, aunque le habría gustado confesar su sueño de ser ministro de Hacienda. Se abstuvo, pues se le ocurrió que para ser ministro de Hacienda necesitaba más bagaje. La conversación terminó en el típico «Déjeme pensarlo», que lo único que logra es prolongar la mezcla de susto y adrenalina que invade a quien se sabe decidido a asumir una gran responsabilidad.
Cuando aceptó ese primer encargo del presidente, a Restrepo no le preocupaba hacer un mal trabajo. Se sentía capaz, aunque nostálgico por dejar la academia, de la que siempre ha querido estar cerca y de la que, una y otra vez, se ha visto alejado. De haber sabido que un año más tarde el comercio en todo el mundo se iba a infartar, su sensación habría excedido la nostalgia, y su semblante, de costumbre sonriente (es difícil imaginarlo sin sonreír), habría delatado preocupación.
La vida de Restrepo ha sido marcada por una serie de llamadas del mismo presidente. La segunda de ellas le heló la sangre. «Voy a cerrar el aeropuerto El dorado y los cruceros», le dijo el presidente Duque. Era marzo de 2020, el virus parecía incontrolable, y aunque los enfermos en Colombia todavía cabían en un modesto estadio de un equipo de segunda división, el pánico ya era incontenible.
Apenas colgó, el ministro de Comercio y Turismo supo que esa llamada significaba que «íbamos a pasar del mejor año en turismo al peor año en la historia». Lo que no podía saber era que el peor año se sentiría como una década. «Cada día que pasaba», dice Restrepo, «era como si pasara un mes. Cada mes, como si fuera un semestre, y cada semestre, dos años».
Entre funcionarios hay un chiste famoso que dice que los años en el servicio público son años de perro: cada uno cuenta por siete. O cada año envejece siete años al servidor, ya no recuerdo exactamente. Habría que ver cómo son las cuentas de años de perro en pandemia. Restrepo, que nunca ha dejado de llevar las cuentas, no tiene claro el cálculo, pero sí el grado de dificultad por el que se multiplicó su trabajo: «Yo sabía que ser ministro iba a ser difícil, pero en pandemia era tres veces más difícil».
En los primeros meses de la pandemia, el teléfono no paraba de sonar. Todo el día lo llamaban empresarios. Con sus operaciones detenidas en seco, el excedente de energía lo destinaban a llamar al ministro. Sus preocupaciones eran importantes: en circunstancias normales, un día sin operar era un problema; ahora, cada mes era una tragedia que se desenvolvía lentamente. «¿Qué va a pasar?», le preguntaban una y otra vez al ministro. Cientos de veces fue interrogado por un futuro que ni él, cabeza del comercio colombiano, podía prever.
«Mi respuesta», dice Restrepo, «no fue de ministro, ni de político. Fue de psicólogo: hay que construir esperanza». Los empresarios colgaban el teléfono y, comprensiblemente, no sentían alivio. La idea de construir esperanza tiene el mismo problema del color esperanza de la canción de Diego Torres (que muchos hoy no soportamos, pero que Restrepo recuerda con aprecio, como se recuerda el mantra que ayuda a superar momentos difíciles). La esperanza, tan abstracta, más que un color parece ser un éter. Nadie la ha visto, aunque a todo el mundo le parezca importante. José Manuel Restrepo lo sabe y por eso ha dedicado su vida profesional a intentar aterrizarla. Se ha esforzado por enfrascar el éter, por agarrar el color invisible y darle tonalidad.
«Eso lo aprendí como rector universitario», dice Restrepo, y hace una pausa obligada, pues tiene que sonreír como sonríe siempre que él o alguien más usa la palabra «universidad». En esa época, me cuenta, muchos estudiantes le tocaban la puerta para pedir un plazo en el pago de la matricula. «Yo lo interpretaba», dice, «como que se me acercaban a pedir una gota de esperanza». En muchos casos, la familia del estudiante lo había perdido todo y la única esperanza que les quedaba era que su hijo pudiera seguir en la universidad. El desbalance en la situación impactaba a Restrepo: lo que era crucial para una familia resultaba fácil para un rector. He ahí la ecuación fundamental del poder. O, como diría Restrepo, la oportunidad de servir. «Tampoco era muy difícil. Era llamar a la tesorera y decirle: “Oye, dale un mes más”».
Restrepo recuerda una carta que llegó a su oficina en la rectoría. «Era un joven que me decía que su único sueño en la vida era estudiar medicina en la Universidad del Rosario». No tenía dinero para matricularse. «Lo cual era un problema», agrega entre risas. No era un caso especial. Restrepo podría armar un castillo de papel con las cartas que recibía con peticiones del estilo. «Pero lo que me conquistó fue la firma», dice. «Puso: Fulanito de tal, el soñador».
—Aquí uno recibe muchas cartas —le dijo Restrepo a su secretaria—. Pero esta es una oportunidad para darle una gota de esperanza. Invite al soñador a la oficina.
Allá llegó el soñador y cuando salió tenía el camino despejado para estudiar medicina. «Al final no se graduó», dice Restrepo, que sabe que regar el terreno con gotas de esperanza no garantiza la cosecha.
Años más tarde, Restrepo, que en su vida pública se ha cruzado con tantas caras que ha tenido que olvidar la mayoría para liberar espacio mental, se topó con una que no reconoció al instante. «¿Usted no me reconoce?», le preguntó el soñador. Le contó que no había terminado la carrera en el Rosario, pero que se había graduado de otra universidad. «Gracias a usted», le dijo antes de despedirse.
Cuando el ministro José Manuel Restrepo hacía de psicólogo y les decía a los empresarios que no sabía qué iba a pasar, pero que había que construir esperanza, el empresario quedaba en las mismas. La afirmación tenía el mismo impacto que los conciertos pandémicos de las celebridades instagrameras, o sea ninguno. Pero Restrepo ha tenido siempre una pulsión por transitar rápido de lo simbólico a lo concreto. Una necesidad de respaldar las palabras con acciones. Un impulso por llenar de contenido la vasija de la abstracción. En sus años de perro en pandemia, Restrepo diseñó 170 medidas para resucitar al comercio infartado. Una medida a la vez, intentó reanimar al moribundo y no desistió ante la indiferencia del cadáver. Siguió presionando sobre el pecho y despejando las vías respiratorias. En total, 35% de todas las medidas que el Gobierno implementó para hacerle frente a la pandemia salieron de la pluma de Restrepo. Meses después se volvió a escuchar el latido del paciente.
IV. El momento estelar de José Manuel Restrepo
Lo que nadie sabe es que cuando a José Manuel Restrepo le ofrecieron el Ministerio de Hacienda, en la hora más crítica del país, él ya iba de salida. «Esto no lo he dicho públicamente», me confiesa. «Yo ya salía del Gobierno». Se retiraba de una exitosa gestión en el Ministerio de Comercio y Turismo, y aceptaba una oportunidad en el sector privado. «Muy interesante, además», añade Restrepo. Tres años de ministro en pandemia lo tenían sediento de descanso. Se iba de vacaciones con su familia para Suiza. «Ya había comprado los tiquetes», dice y suelta una carcajada. Soy yo el que debería estar riéndose. Me pregunto si Restrepo habrá escogido Suiza simbólicamente. Es imposible que sea coincidencia. Y es que Suiza es el país por excelencia con el que los colombianos comparamos el nuestro. Todo colombiano conoce el chiste con el que se procesa cada noticia absurda de las que se producen consistentemente en el país: «Imagínese vivir en Suiza y perderse este tipo de cosas».
Ese país del orden, de la ineventualidad, contenido perfectamente en la imagen de una vaca que rume despacio un puñado de pasto de una pradera verde en un paisaje apacible, contrasta con Colombia, donde las vacas no pastan en sintonía con un ritmo apacible, sino en indiferencia del caos rutinario y del folclor multicolor, a veces estremecedor, de un país cuya bandera de colores vivos ya anuncia su diferencia irreconciliable con la de Suiza y sus sosos tonos rojo y blanco.
No debería sorprender que Restrepo eligiera ese destino para vacacionar. Acababa de vivir la pandemia como ministro de Comercio en el país de las eventualidades. Era justo que, después de la hora más oscura, Restrepo eligiera ver el amanecer desde una villa campestre en el país al que no ha llegado el ruido. Solo que la pandemia no había sido nuestra hora más oscura. Era esta, en la que a Restrepo nuevamente le entraba una llamada del presidente.
«Siempre he creído que la vida es una acumulación de Yes», dice Restrepo. Primero pienso que se refiere a yes, en inglés. Pero me está hablando de bifurcaciones en el recorrido existencial. Un suizo hablaría de desvíos en la autopista. Restrepo me habla de caminos rurales. «Es como en las veredas, que siempre se llega a una Y. Si coges a la derecha, nunca sabrás como habría sido el otro lado». Finalmente, pienso, sí está hablando de sís en inglés, de yes. La vida, me dice Restrepo, es un acumulado de decisiones. El suyo lo había traído hasta acá; lo había hecho, en la hora crítica, el hombre crucial.
A diferencia de las anteriores ofertas de trabajo, esta tenía un peso excepcional. De aceptar el Ministerio de Hacienda, Restrepo estaría soportando una enorme carga. Liderando a un país necesitado de liderazgo. Encima de todo, pienso, y admito mi trivialidad, estaría tomando una decisión trascendental un domingo. ¡Un domingo, de todos los días posibles! Debe haber un refrán de abuela que advierta sobre los peligros de decidir algo importante un domingo. «Estoy poniendo en riesgo mi propio ejercicio profesional», pensó en ese momento Restrepo, «pues estaría aceptando en un momento muy difícil de la vida del país». El ministro Restrepo, que ya tenía la cabeza en una cabaña suiza, entendía que le estaban pasando la antorcha, solo que la llama ya bajaba por el mango.
«Pero yo pensé: uno no llega a este escenario por azar». Restrepo, que cree más en la causalidad que en la casualidad, hizo un rastreo rápido de las Yes de su vida. De una manera improbable, lo habían traído a la oficina del presidente esa mañana de domingo. «He sido tres veces rector de tres instituciones totalmente distintas», recordó en su repaso biográfico. El anterior ministro de Hacienda había producido una reforma técnica, sustentada en evidencia, pero desentendida de consensos sociales. Y con ello había estallado la olla. El país no clamaba por soluciones técnicas: gritaba para ser escuchado. Más que un especialista en macroeconomía, las calles pedían un ministro con el cual dialogar. Y eso, a diferencia de otros candidatos al cargo, lo tenía impregnado Restrepo:
Cuando uno viene del mundo de la educación, viene de un mundo en el que por esencia se construyen consensos. Eso es la universidad: unidad en medio de la diversidad. En ese momento se necesitaba alguien que construyera consensos. Tal vez otros economistas no tienen esa capacidad. Yo la tengo.
Por supuesto, se requería también conocimiento de la economía. Y Restrepo llevaba tres años conociéndola de cerca, de la mano del sector privado, ¡y en pandemia! (exclama él, no yo). «Yo sabía que el empresariado tenía que ser el protagonista de esa reforma tributaria». La exigencia para ellos iba a ser colosal, y era preferible que viniera del ministro con el que tenían la relación más estrecha. «También se necesitaba conocimiento de cómo funciona el Congreso». Y el exedil y exasesor del Congreso, «para ese momento ya había aprobado tres leyes. Lo había hecho, además, con una buena relación con el Congreso».
—De pronto este no es el momento más divertido —le dijo su esposa—. Pero tienes el conocimiento, la trayectoria, la relación con los actores importantes, y ya has superado momentos difíciles.
—Ninguno tan difícil como este.
Si todos los momentos felices son iguales, todo momento difícil es difícil a su manera. Las crisis forjan el carácter, pero nunca preparan para las siguientes. Cada crisis es única a su manera, y nunca se puede saber con certeza a qué se atiene quien la enfrenta. Eso a Restrepo lo preocupaba, pero no le impedía ver el brillo de la oportunidad:
—Esta es una oportunidad única. A mí no se me vuelve a presentar una situación igual. Nunca en la vida.
—Es arriesgado —le contestó su esposa—. Muy arriesgado. Pero finalmente es lo que siempre has soñado.
La pregunta de si Restrepo estaba realmente preparado para asumir el Ministerio de Hacienda es engañosa. En cierto sentido, este trabajo no sería diferente de lo que había hecho toda su vida: llevar cuentas y hacer Política. Pero asumir esa carga pesada, tan pesada, ¿alguien puede estar preparado para eso?
Arriesgaba su futuro político y su futuro profesional. Cercenaba la tranquilidad con la que ya empezaban a contar su esposa y sus hijos. Ponía en riesgo su propia seguridad personal, que en Colombia nunca está garantizada, y menos en esos días de furia y fuego.
A Restrepo le había llegado el momento a la medida del que hablaba Churchill. Ese que le llega a toda persona en el curso de su vida cuando se le ofrece la oportunidad de hacer «un acto especial, único a él, y ajustado a sus talentos». «Qué tragedia», escribe Churchill, «si el momento lo encuentra falto de preparación o de méritos para aquella que podría haber sido su hora más fina».
La llamada del presidente era el llamado. Había llegado en su hora de mayor fatiga, cuando Restrepo ya podía respirar el aire fresco de los Alpes suizos. Era un llamado que otros habían rechazado porque advertían el riesgo de «quemarse», de asfixiarse con el humo espeso de la olla explotada. La Y era atípica, la bifurcación más dramática con la que se había cruzado en el andar de su vida. Restrepo llamó a sus tres amigos más cercanos:
—Si esto sale mal, me ayudan a que me contraten en algo.
—Fresco, que le ayudamos.
Aunque respaldado por sus amigos y bancado por su esposa, Restrepo sabía que si atendía el llamado estaría solo. Una vez cruzado el umbral, caminaría solitario en su aventura en territorio desconocido, sin nadie a quién acudir —esto es lo aterrador del coraje— en un momento de temor.
Se puede estar preparado para un trabajo, pero nunca para un reto así. No hay entrenamiento que acondicione para sostener una carga de ese tipo. La tarea que le encomendaban era sacar adelante una tributaria, pero lo que en verdad tendría que hacer era sacar adelante un país que había perdido la esperanza.
José Manuel Restrepo no estaba preparado para el encargo del presidente, pero estaba dispuesto. Antes de salir de su casa releyó la frase de T.S. Eliot, que le había enviado uno de sus amigos cercanos:
Solo aquellos que se arriesgan a ir demasiado lejos descubrirán hasta dónde pueden llegar.
«Acepto, señor presidente», dijo esa mañana de domingo en el Palacio de Nariño. «Gracias por la oportunidad». Y eso, como en el famoso poema, hizo toda la diferencia.
Epílogo: las gotas de esperanza
Hoy el exministro de Hacienda José Manuel Restrepo puede caminar por las calles de Bogotá «sin problema». Con eso quiere decir que camina sin escoltas y sin paranoia. Cuando lo hace, se le acercan extraños a agradecerle. El día de nuestra entrevista, Restrepo caminó treinta cuadras, entre la calle 116 y la calle 85, y siete personas se le acercaron a agradecerle.
No le agradecen por haber aprobado una reforma tributaria en un clima político extremadamente hostil. Al transeúnte bogotano suele tenerlo sin cuidado ese tipo de cosas. A Restrepo la gente se le acerca en la calle a darle las gracias porque en su momento estelar, en su hora más oscura, en su hora más fina, actuó con coraje, y, al hacerlo, nos recordó que esa virtud habita también en nosotros.
En un país en el que escaseaba el coraje, Restrepo comprobó que la vieja frase que dice que «un solo hombre con coraje hace mayoría» sigue siendo cierta. Al aceptar el cargo cuando la llamarada derretía el asfalto, Restrepo hizo mucho más que aceptar un trabajo: detuvo un caos que podría haber acabado al país.
Asumió el puesto sin garantía de éxito. El mismo Restrepo es prudente y no califica de exitosa la reforma tributaria que hizo aprobar. «Fue positiva», dice modestamente. «Calmó el ambiente y la dinámica económica mejoró al punto de que se recuperó». Pero solo quien no haya vivido los días aciagos de mayo del 21 se atrevería a medir la gestión de Restrepo con base en la reforma. Su logro no está contenido en una ley. No puede estarlo. No hay documento que pueda plasmar lo que un acto corajudo es capaz de desatar en el ánimo colectivo, especialmente en tiempos en los que el coraje escasea. «¿Hace falta señalar», se pregunta Solzhenitsyn, «que desde tiempos antiguos un declive en el coraje ha sido considerado el comienzo del fin?».
El verdadero legado de José Manuel Restrepo fue rescatar el coraje como una posibilidad latente en el genoma del colombiano. Al poner en riesgo su carrera profesional y su seguridad personal, Restrepo nos recordó que Colombia, a pesar de todo, es un país con un historial de hombres y mujeres valientes, de personas que han defendido lo correcto, sin importar el costo. «Ha puesto en peligro su tranquilidad, su seguridad, su interés, su poder, incluso su popularidad», escribió Edmund Burke a propósito del coraje con el que Charles James Fox enfrentó a la Compañía Británica de las Indias Orientales. El costo del coraje, queda claro, es atemporal. Y la oportunidad para ejercerlo es irrepetible y fugaz. Lo sabía Burke, que cerraba con estas palabras el elogio a Fox:
Podrá vivir mucho, podrá hacer mucho. Pero esta es la cúspide. Nunca podrá superar lo que hizo este día.
Cuando desconocidos le agradecen en la calle, a Restrepo lo inunda una sensación extraordinaria. Sabe que tiene que ver con la adrenalina, pero no es capaz de poner lo que siente en palabras. «Yo me imagino que es la misma adrenalina que le genera a un pintor terminar una obra. O a un futbolista meter un gol. Si le preguntas a un futbolista cómo se siente cuando mete un gol, no va a saber responderte». Esos tres, pienso, son actos generosos. El pintor crea arte que conmueve a otros; el futbolista anota y desata la alegría del pueblo; Restrepo agarró la antorcha cuando nadie más se atrevía, y eso bien pudo haber salvado a un país.
Restrepo no habla de triunfos. A él le gusta hablar de servicio, tal vez su segunda palabra preferida después de universidad. «El servicio es una expresión de amor», dice. «Para mí, el amor es la razón por la cual estamos en esta vida. No somos una agregación de individuos en una sociedad. Somos una sociedad en la que interactuamos con los demás». Me trae a colación la obra de Tal Ben-Shahar, que ha estudiado la felicidad y que ha concluido que «la razón por la cual los seres humanos somos felices es porque construimos relaciones relevantes con los demás». El servicio, dice Restrepo, puede facilitar ese tipo de relaciones humanas. Por eso, «cuando se hace bien, o sea desinteresadamente, el servicio es la expresión más sublime de amor». Tal vez eso fue lo que en esencia hizo Restrepo: a un país que atravesaba su hora más oscura, necesitado de amor, el ministro Restrepo le realizó el acto de servicio más desinteresado de todos: al pararse frente al fuego, se olvidó de todo y renunció a sí mismo, en la máxima prueba de amor.
—No me has mencionado la palabra coraje ni una vez y yo te invité para hablar de eso —le digo a Restrepo hacia el final de la entrevista.
—Lo que pasa es que no me gusta hablar de mí mismo —dice Restrepo y sonríe.
Es tan sonriente como modesto. Por eso habla de servir a los demás y no del coraje personal. Por eso, supongo, le gusta esa idea de las gotas de esperanza. Y es que las gotas de esperanza finalmente son gotas. Pequeñas gotas.
Restrepo no se creyó salvador de Colombia en mayo de 2021. «Lo único que yo tenía claro era que había que enviar una gota de esperanza». Pedíamos un carro de bomberos con mangueras potentes y obtuvimos a Restrepo que llegó ofreciendo nada más que esperanza, el éter del que todo colombiano ha aprendido a desconfiar. Poco sabíamos que eso era justo lo que necesitaba un país que tenía el humo al cuello: nada más que una modesta gota para volver a respirar.
Recomendación de la semana
Texto: La dictadura del Cartel por Luis Pérez-Oramas
Tremendo este texto de un venezolano sobre el régimen de Maduro.
Llamar por su nombre a esa dictadura es entender que, metástasis de lo ya visto, no se trata de un autoritarismo ideológico, menos aún de una tiranía de ‘izquierda’: se trata, ni más ni menos, de la primera dictadura descaradamente delincuencial que se apropia de una gran nación, entre las más ricas del continente. Es la dictadura de un Cartel.
Esta semana en Atemporal: Conversé con la periodista colombiana Catalina Lobo-Guerrero sobre Venezuela, los años recientes de chavismo sin Chávez, el sonido que hacen las balas cuando pasan cerca de la cabeza, la oposición y sus principales figuras, entre otros temas.
Qué gran historia, narrada de manera espectacular. Realmente José Manuel Restrepo tiene todas las cualidades necesarias de un estadista, el tipo de liderazgo que el país necesita.
Qué verraquera de texto; un adecuado homenaje.
Una muestra (escasa) de que sí es posible hacer Política.