Lo que más agradezco de los cursos de escritura creativa de Carolina Sanín es que en ellos uno no puede salirse con la suya. Tanto en las discusiones como en los textos está prohíbido, con p mayúscula, usar un lugar común o una frase prefabricada. Carolina es especialista en detectarlas y pronta para denunciarlas. Los cursos de escritura creativa son en realidad cursos de pensamiento riguroso, y creo que ese es su mayor valor. El lugar común, además de empeorar la escritura, empantana el pensamiento pues es repetir lo que uno escuchó por ahí sin gastar un par de neuronas en verificar si aquello dice la verdad. A Carolina le aprendí que hay que responsabilizarse por cada palabra y cada frase que uno tuvo la osadía de poner sobre el papel.
El escrutinio de Carolina no es el estándar. La mala comunicación anda impune por ahí. Por ejemplo, en las oficinas. Que la cadena de correos vaya en 23 tiene mucho que ver con que 6 de ellos fueron para explicar cosas que no se habían entendido y otros 12 para deshacer las embarradas que nacieron de esos enredos comunicacionales. El costo de la mala comunicación en contextos organizacionales es notorio y no me sorprendería que Harvard Business Review ya se haya inventado cuántos puntos del PIB le cuestan las cadenas eternas de correos a los países emergentes del sur global. Pero hay costos comunicacionales en otros contextos, como el político, en el que medirlos es más difícil y sus consecuencias quizás más profundas.
Estaba buscando otra cosa cuando me encontré en internet un paper del historiador barranquillero Eduardo Posada Carbó sobre el uso del lenguaje en la discusión pública colombiana. Es un paper de mediados de la primera década del 2000, marcado por el contexto del fallido proceso de paz del Caguán. Posada Carbó se pregunta en qué momento se empezó a hablar tanto del establecimiento en Colombia y sugiere que la generalización del término tiene unas implicaciones preocupantes.
Establecimiento es uno de esos conceptos vagos que podría contenerlo todo sin que los que lo usen se pongan de acuerdo en sus límites. Parece referirse, según Posada Carbó, a «una élite oculta, unida por vínculos y propósitos comunes, que controla el destino del país». En suma: un grupo de gente que conspira a puerta cerrada, se encarga de que nada cambie, y que, claro, son responsables de todas las desgracias que ha sufrido la gente de este país.
Posada Carbó hace la tarea de mostrar la confusión conceptual entre quienes hablan del establecimiento. Mientras unos dicen que el establecimiento es el «gobierno, el Congreso, los partidos políticos tradicionales, y las nuevas organizaciones políticas», otros tienen la idea de que al establecimiento lo compone solamente la gente poderosa de derecha. Unos cuantos se confunden cuando ven figuras de izquierda en cargos de Estado. En ese entonces la manzana de la confusión era el ministro Angelino Garzón, otrora líder sindical. ¿Era Angelino miembro del establecimiento?, ¿y qué dicen de la congresista Vera Grabe, otrora miembro de la guerrilla del M-19? ¿Ven la confusión? Hay otros, atrevidos, que sugieren que al establecimiento lo componemos sobre todo las personas que usamos la palabra «otrora». Todo el mundo piensa algo distinto —y nunca muy definido— cuando piensa en el establecimiento, pero eso no impedía que, en ese entonces, hubiera consenso en que le correspondía a ese indefinido establecimiento sacar adelante los raquíticos diálogos de paz.
Que el término establecimiento no termine de coger forma no quiere decir que no coja fuerza. Eso es precisamente lo que llama la atención de Posada Carbó: que el establecimiento haya cobrado tanto protagonismo en medio del proceso de paz del Caguán. Fue usado por intelectuales, acogido por las FARC, e incluso miembros del supuesto establecimiento salieron a criticar al bendito establecimiento. El fenómeno es interesante. A tres partes independientes parece servirles invocar el término. A las FARC les servía para reforzar la narrativa de que «el conflicto armado es una disputa limitada a dos grupos: el Establecimiento y las guerrillas». A los intelectuales les servía para encontrar a quién culpar a la vez que se ahorraban el costo de señalar con nombres propios a personas poderosas. A los miembros del establecimiento les servía para desdoblarse y referirse al establecimiento (¿desde afuera?) en un intento por «distanciarse de él o unirse a sus críticos».
¿Cómo es que figuras importantes del Estado, prominentes intelectuales otrora (prometo que es la última vez) conocidos por su sensatez, y hasta un periódico (que uno podría argumentar que hace parte del establecimiento), terminan incorporando en sus declaraciones la palabra con la que las FARC justifican su «lucha»? ¡En plenas negociaciones además! Ya lo dije: es un fenómeno interesante. Posada Carbó especula que la respuesta puede estar en el contexto de zozobra que se vivía en el cambio de siglo. Dice que se vivía «una larga y seria crisis, en un ambiente extraordinario de terror» que pudo haber generado tal confusión y desespero en los colombianos que terminó por nublar el buen juicio de gente otrora (mentí) precisa en su lenguaje, como Antonio Caballero y Daniel Samper. También pudo tratarse de un resultado directo de las negociaciones de paz. El uso del término puede, de hecho, explicarse por la «actitud de autodeslegitimación que ha acompañado, quizás inevitablemente, los procesos de negociaciones con los insurgentes desde los 80: el lenguaje, como han advertido Malcolm Deas y Jorge Orlando Melo, ha sido un área en la que los gobiernos han cedido».
Uno lee entre líneas las declaraciones de intelectuales y los editoriales de El Tiempo de la época y sí nota cierto desespero. Desespero que, en ese contexto de tomas guerrilleras, masacres paramilitares, y recesión económica, me parece apenas natural. Pero por natural que sea la reacción no hay que dejar de ver los costos asociados con ella. El precio por haber hecho del «establecimiento» un lugar común en la discusión pública colombiana. ¿Cuál es el costo de no haber cuestionado el hecho de que a Colombia la gobierne —como afirmaban las FARC— una conspiración de pocas personas? Posada Carbó señala varios costos, entre ellos la erosión del accountability, es decir, la posibilidad de que los responsables de rendir cuentas se escondan tras un término vago. Algo similar ha sucedido con «la corrupción», término que sirve para achacarle los males del país sin tener que precisar cuáles son esos problemas ni a quién le corresponde solucionarlos.
Pero lo más grave para Posada Carbó no es que el término establecimiento les sirva a las FARC, ni que se haya vuelto un lugar común entre intelectuales, sino que miembros mismos del Estado acojan la palabrita y en una suerte de mea culpa terminen por validar la narrativa de que aquí no han mejorado las cosas por culpa de —como dijera una editorial de El Tiempo— «la paquidermia del Establecimiento». Esta permisividad en el lenguaje de miembros del gobierno es gravísima según advierte Rodney Baker, pues «la crisis de legitimidad más seria para cualquier grupo de mandatarios será la que ocurra, no entre sus súbditos, sino entre sus propias filas. Los regímenes pueden sobrevivir una ausencia, falla, o colapso de legitimación entre sus súbditos. No pueden sobrevivir un colapso de legitimación entre el personal del gobierno».
Un inocente desliz en el lenguaje, una pereza dominguera de desmentir las narrativas que circulan por ahí, puede terminar en un Estado deslegitimado. Ahí sí «the pen is mightier than the sword». Es fascinante —y aterrador— darse cuenta de lo que puede lograr una palabrita bien posicionada en unas cuantas bocas influyentes. Uno podría pensar que los cincuenta años de monte de las FARC terminaron en no más de 85.000 votos al Congreso. Pero quizás el logro verdadero es intangible. De narrativa. Un logro que se manifiesta en esa fuerza que ha cogido la versión según la cual el pueblo tuvo que esperar 200 años para que llegara un gobernante que no perteneciera a la oligarquía (palabra que fue reemplazada por Establecimiento en ese periodo que examina Posada Carbó) para redimirlo. Quizás es tan peligrosa la falta de rigor en el lenguaje que terminamos dejando entrar en la discusión pública una palabrita que como un germen se instaló, se esparció, y terminó poniendo presidente.
El paper de Eduardo Posada Carbó se llama On the Colombian “Establishment” y es excelente. Pueden consultarlo acá.
Recomendación de la semana
Documental: The World That Moses Built
Buenísimo este documental sobre Robert Moses, el hombre más poderoso de Nueva York durante años y el gran constructor de la era moderna. Fue tan extensa su obra que en el documental dicen que es comparable solo con la de emperadores romanos. La biografía de Moses, The Power Broker, es uno de mis libros preferidos, y siempre tuve ganas de ver la visual de todo lo que Moses hizo.
Acá el documental.
Esta semana en Atemporal: Conversé con Juan José Ferro, autor de la novela Economía experimental, sobre Benjamín Labatut, Javier Marías, el cinismo del mundo y el papel de la literatura.
Desde la revolución francesa tenemos estas dos perspectivas: o la vida es lidiar con las consecuencias de las decisiones de los demás, o la vida es lidiar con las consecuencias de las decisiones propias.
La primera crea un Estado de Derechos y la segunda un Estado de Deberes.
En la primera perspectiva (relatada luego por K. Marx y sus áulicos, disque desde la historia), es necesario crear esa entelequia del Establecimiento que bien señalas, allí la dialéctica necesaria es: cómo buscar relaciones causales entre lo que nos ocurre y las decisiones que toma el Establecimiento, por lo que al resto de la sociedad solo le corresponde asumir un papel de víctima.
En la segunda perspectiva, o el Establecimiento es una mitología (H. Arendt) o la dialéctica necesaria es: cómo buscar hacer parte del tal Establecimiento para asumir parte de la responsabilidad del destino común.
Buen artículo; gracias.