En el ranking de las ideas más exitosas de los últimos años, la que dice que uno debería preguntarse cuál es su propósito está en el top. Tan exitosa ha sido, tan extensa su difusión y tan entusiasta su adopción, que hoy ya se ha convertido en uno de esos lugares comunes que cuando salen de boca de uno de esos ejecutivos optimistas —«soy Jorge y mi propósito de vida es transformar la vida de las personas»— nos produce grima y cuando sale, en cambio, de la boca de un speaker motivacional —otro más que descubrió que la clave de la vida es esa palabra que empieza por p— nos produce desaliento y nos provoca no saber más, pues nos tiene harto la bendita palabra propósito, que ha sido tan exitosa al punto que hoy produce ante todo fastidio. Hoy no me queda de otra que reparar en las implicaciones de esa idea y en su idea opuesta —el oficio— que considero más útil y más —paradójicamente— altruista.
Creo que lo del propósito es una idea con buenas intenciones pero con reducida operatividad, pues cuesta materializarla. La prueba de ello es que nunca antes la gente ha estado tan confundida, nunca antes los jóvenes se han sentido tan paralizados, y nunca antes se ha invocado tan a menudo la frase «crisis existencial» con tal ligereza que le hace pensar a uno que se trata de un asunto trivial más que de uno que pone la existencia en riesgo.
La intención, insisto, es bondadosa. Se trata de que las personas vayan más allá de hacer un trabajo y se pregunten por su razón de estar en el mundo y, ojalá, dediquen su energía a causas importantes. Pero aún quien ha llegado a la respuesta de cuál es su propósito encuentra pocas maneras de aterrizarlo. Y cuando logra aterrizar, el aterrizaje es más bien accidentado. Jorge, el ejecutivo optimista, dice que su propósito es transformar la vida de los demás y luego procede a hacer absolutamente nada, pues su definición es tan vaga que no le demarca ningún curso razonable de acción. El comandante de un batallón al que un helicóptero acaba de dejar en el Bajo Cauca con la orden de «transformar las condiciones de la región» se queda anonadado mientras escucha el ruido de las astas esfumarse, pues no tiene claro cuál debería ser el siguiente paso de su misión.
Pero el asunto del propósito no solo me parece nefasto porque propicie la vaguedad en el lenguaje que a Orwell tanto le preocupaba, sino porque es una idea que no ha superado la prueba del tiempo. Me acuerdo que lo primero que hicimos cuando empezamos 13% fue abrir un documento en el que establecimos cuál era el propósito del proyecto. Era la idea cultural de moda y uno no sabía cómo sacar adelante un proyecto, pero sabía que tenía que tener un propósito. Eso fue hace seis años. El documento no se ha abierto en los últimos cinco años, once meses, y veintisiete días. Y no porque su contenido viva en mi cabeza. Podrían ofrecerme tiquetes para el último partido de Klopp en Anfield y no sabría responderles qué dice el documento que se titula «propósito 13%». Y no es que crea que hay que estar releyendo el propósito de la organización constantemente. Es más que creo que ese olvido del asunto del propósito es síntoma de algo más profundo: que la idea del propósito no sirve para mantener a dos veinticuatroañeros entusiasmados con seguir trabajando durante seis años.
Hora de una confesión: lo que nos mantuvo motivados a hacer 13% no fue el propósito de ayudarles a los oyentes con sus problemas en el trabajo o con sus crisis existenciales. Fue, llana y crudamente, querer hacer el mejor podcast del que éramos capaces. La motivación no era altruista: era egoísta. La mirada no estaba puesta en las masas de trabajadores que odian los lunes; estaba puesta adentro: en el potencial latente que intuíamos y en la ilusión de volvernos los mejores del mundo en el oficio podcastero.
«El motivador más potente en el ascenso del hombre», escribe Jacob Bronowski en El ascenso del hombre, «es el placer que deriva de su propia habilidad. Ama hacer lo que hace bien y, habiéndolo hecho bien, ama hacerlo mejor». Creo que Bronowski tiene razón. Es difícil imaginar al hombre primitivo impulsado por grandes ideales externos a sí mismo. Puedo en cambio visualizarlos con las quijadas caídas, absortos en un trance, golpeando una piedra contra otra hasta tallar la punta de una flecha. Puedo imaginar nítidamente al samurai vestido de negro y rojo, sonriendo con satisfacción pues ha dominado —finalmente— el giro a la inversa en sus entrenamientos con la espada; veo a Gaudi luego de pulir los últimos ajustes de los bosquejos de la Sagrada Familia y lo veo contento; veo a miles de hombres y mujeres asombrados del grado de excelencia al que fueron capaces de empujar su oficio.
La idea del oficio —el craft— es más antigua que la del propósito y también es más útil. Uno no se vuelve mejor «transformando la vida de los demás»: uno se vuelve mejor en un oficio; desarrollando una habilidad; puliendo un talento. Antonio Caballero decía que García Márquez era «uno de los pocos colombianos que tratan de hacer su trabajo lo mejor posible». García Márquez era un obsesivo del craft. Estoy casi seguro que en su mente no estaba la idea de «crear historias que transformen la manera como vemos y entendemos nuestra realidad» (como diría el slogan de la Gabriel García Márquez corporation) tanto como la obsesión de relojero por asegurarse que a cada palabra precisa le siguiera otra palabra precisa, que terminaran componiendo un relato justo y por ende magnífico.
La fijación en el oficio le marca al joven confundido un curso más claro de acción. Al que está inmerso en una crisis existencial lo saca de sí mismo pues la pregunta ya no es ¿qué vine a hacer yo a este mundo? sino que es una pregunta por los oficios, y por cuál de esos llama con más fuerza.
He aquí la gran paradoja: el asunto del propósito es altruismo de fachada, altruismo de pose. En el fondo es egoísmo puro. Es más: es narcisismo enclosetado. ¿Qué huella voy a dejar yo?, ¿Cómo voy a cambiar el mundo yo?
Prefiero el egoismo de frente del oficio pues ese trae resultados altruistas. Y es que: ¿no es acaso la historia de la civilización nada diferente a la historia de hombres y mujeres haciendo su trabajo lo mejor posible, maravillándose con sus habilidades peculiares, inventando y creando cosas que mejoraron, sin proponérselo quizás, la vida de los demás?
Recomendación de la semana
Obra de teatro: Orestiada
Sorprendido con esta extraordinaria obra de teatro. De primer nivel y unas actuaciones memorables. Si tienen la oportunidad vayan a verla! Están en sus últimas funciones (creo que este jueves, viernes, y sábado) en el Teatro Nacional en Bogotá.
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Esta semana en Atemporal: Conversé con Jaime Cubillos, abogado y socio de la firma Posse Herrera Ruiz, sobre el trabajo duro, la confianza en uno mismo, las claves para una exitosa negociación.
Esta edición del newsletter es posible gracias a COMFAMA. Pocas instituciones han sido tan promotoras de la lectura como COMFAMA (opinión personal) y hoy quiero contarles que uno de mis lugares preferidos para trabajar -cuando estoy en Medellín- es la biblioteca de COMFAMA al lado del café Otraparte. Es uno de los pocos lugares silenciosos que van quedando en Colombia y siempre me ha gustado trabajar rodeado de libros.
Aquí pueden conocer el catálogo de libros para préstamo que tiene COMFAMA en sus bibliotecas, algunos de ellos en versión digital.
Me recuerda a El Manantial este newsletter, ¿hasta que punto el "altruismo" de muchos alimenta el ego, de su propio egoísmo? Ojalá más millenials sin propósito llegaran a este escrito
Andrés. Junto con mi esposa Nancy Logreira escuchamos con mucho interés tus podcast y leemos tus escritos. Este nos pareció muy interesante. Haces reflexionar sobre el tema. Por mi parte, comprendo que la palabra propósito se haya desgastado por las razones que señalas. El propósito lo entiendo como el fin o la intención con la que se hace algo. Habrá quienes les mueva ser "los mejores" o habrá a quienes los mueva "ser mejores”. Esas intenciones terminan siendo propósitos. Y el hacer algo con un nivel cada vez superior de perfección puede que en últimas termine contribuyendo a la humanidad, pero no necesariamente. Habrá quienes hagan "bien" lo que hacen, pero por fuera de un marco ético. Habrá quienes hagan bien lo que hacen, y de paso los demás se benefician pero esa no es su intención, esto es, terminan ayudando por efecto rebote. Habrá quienes hagan bien lo que hacen, dentro de un marco ético, y a su vez genuinamente les movilice el que con aquello que hacen puedan -directa o indirectamente- a su vez cuidar o velar por el bienestar de los demás: así sea sus propios hijos, su propio núcleo familiar, la familia más extendida, el equipo de trabajo, e incluso -para los más altruistas- cuidar de la comunidad o de aquellos más necesitados, etc. Una pregunta para hacerse sería, a mi juicio, ¿dónde se ubica cada uno en esos escenarios? ¿qué nos hace sentir más plenos?: la respuesta es de cada quien. Desde otra perspectiva: ¿con quién te conectarías más como persona: con aquel al que lo mueve exclusivamente su propio "perfeccionamiento" o con aquel que en su quehacer -ético- se interesa tanto por "ser mejor" como por cuidar de los demás?. Ese cuidar de los demás también ofrece todos los niveles: desde escuchar unas necesidades o inquietudes hasta movilizarnos, en lo que esté a nuestro alcance, para poder solventar o ayudar para que esas necesidades sean cubiertas. ¿Y que tal si descubrimos un día que el llegar a ser mejores en la acción no sólo va asociado a concentrarnos en la “acción por la acción”, por el sólo gusto de ser más capaces, sino que ese ser mejores en la acción alcanza niveles superiores cuando de manera genuina buscamos con nuestra acción directa o indirectamente contribuir y/o cuidar del (los) otro(s)? Parece que este último es el mensaje detrás de la expresión Sudafricana de Ubuntu. Pero reitero, cada uno tendrá sus propias respuestas y en ellas habrá muchos matices. El arte podría ser que cada uno encuentre lo que en su fuero interno juzgue lo más equilibrado, con la única restricción eso sí de no hacer daño a los demás.