Estos días me dieron ganas de emplearme. No porque esté aburrido sin jefes, ni mucho menos, sino porque descubrí que soy buenísimo para coordinar gente y asignar tareas. Creo que podría dedicarme a atender las entregas de proveedores en un restaurante. O de pronto a la logística marítima. No sé. Es todavía pronto en mi carrera de operario logístico para saber lo que depara el futuro.
Descubrir de repente que uno tiene un talento hasta entonces oculto debería ser motivo de alegría. Y sin embargo fue un descubrimiento amargo. Y es que los talentos que suelen ser excluyentes, al menos en la vida profesional. Alberto Lleras era un escritor extraviado en la política, decía García Márquez. Pero finalmente fue en la política en donde desplegó la potencia de su mente. Dejó mucho escrito y Constaín lo valora como uno de los grandes prosistas de la lengua hispana, pero es inevitable plantear la inquietud siempre vigente cuando se trata de los talentos no escogidos: ¿Qué tal que no hubiera tenido que andar negociando con Laureano en Benidorm?, ¿qué habría pasado si hubiera podido recluirse en un ático a inventar historias?, ¿qué tan alto, hay que preguntarse, podría haber llegado su talento literario?
Hay talentos, o mejor digamos predisposiciones del espíritu, cuyo destino es servir de poco más que de anécdota. Duraré unos meses hablando de mi talento para coordinar postres, pero ya avizoro que dentro de mi actividad profesional ese talento no tiene chance de despegar. Y no por viejo. En la partición entre mayores y menores que Cristo -“la edad de Cristo”, como si solo hubiera tenido una-, soy de la parte baja de la tabla. Es, en realidad, un tema de que ya estoy jugado. Ya el medidor de horas de vuelo en dirección de mis talentos actuales ha corrido tanto que resetearlo para mejorar el flujo de entrada y salida de creme brulees en un restaurante en Salento sería una locura.
¿Cuáles son esos talentos? Eso es lo peor de todo. No sé hoy cómo articularlos. Y es que sucede que esos vértices de desbalance, esas actividades que a uno le resultan simples o placenteras (mientras que a la mayoría le parecen complejas o tediosas), se vuelven tan parte de uno que se pierden de vista. Se incorporan en nuestro modus operandi al punto que olvidamos que aquello, lejos de ordinario, es precisamente lo que nos hace destacar.
Cuentan que Germán Montoya, secretario general del presidente Virgilio Barco, no tenía un solo papel en su escritorio. El señor atendía ministros, congresistas, y empresarios que le traían sus problemas más complicados y no producía un solo documento. No tenía post its, ni crayones de colores, ni resaltadores. Ni siquiera libreta para tomar nota. Escuchaba el problema y lo decidía al instante. No decía que tenía que pensarlo. No enredaba a su interlocutor con una trasnochada trova paisa. El secretario Montoya computaba el problema y en cuestión de segundos producía una decisión.
A Germán Montoya probablemente le parecía que actuar así era lo más normal del mundo. Por eso la anecdota no la contaba Montoya sino que la cuenta De La Calle, a quién le llamó la atención esa eficiencia extraordinaria. Somos mejores para notar lo excepcional en los otros que para advertirlo cuando proviene de nuestras propias capacidades. Por eso son mejores las biografías que las memorias.
Pero aunque tenemos el ojo agudo para ver los talentos de los otros, hacemos un trabajo flojo en hacerlos caer en la cuenta de sus propios vértices de desbalance. Muy pocas veces alguien alerta a otro sobre sus talentos incipientes o ya formados. Es triste pues nada encamina más a un joven que el que le digan que es bueno para algo. Una razón tiene que ver con nuestra vaguedad al hablar. “Es muy buena abogada”, decimos. “Es un gran CEO”. Pero la realidad es que nadie es buen abogado ni gran CEO. Hay gente que es “un tigre para negociar”. Hay otra cuya claridad al exponer elimina toda duda de que tienen la situación bajo control. Conozco “máquinas para trabajar” y también vagos tan recursivos que suelen salirse con la suya. Quizás el gran talento de Nicanor Restrepo es que la gente que trabajaba para él habría ido a una guerra -ahí sí con Perú- si él se los hubiera pedido. Otros, en cambio, parece que están jugando ajedrez tridimensional pues siempre están tres pasos adelante de la competencia. Pero no hay buenos CEO, como no hay buenos abogados.
La gente es excepcional en sus vértices de desbalance, no en promedio.
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Esta semana en Atemporal: Entrevisté a Alfonso Gómez Méndez sobre la guerra contra el narcotráfico, el cambio de estrategia de Barco a Gaviria, ser procurador en esa época, aplicar la ley en un país de impunidad y mucho más!
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