En Bogotá la gente está haciendo lo que le da la gana. En las últimas semanas me ha tocado presenciar escenas que parecen salidas de teatro porque solo ahí podría lograrse tal sincronía del absurdo. Veo a un ciclista que va por la acera haciendo piruetas. Así empieza la escena. Lo que pasa a continuación sucede tan rápido que apenas alcanzo a registrarlo: una moto arranca a toda velocidad en contravía. El conductor de una camioneta -de las que uno llamaría una troca- se pega del pito -ustedes que son más elegantes dirían la bocina-, no para reclamarle al motociclista en contravía, sino para aturdir a dos peatones que osaron cruzar la calle, obligándolo a perder 20 segundos de su tiempo y 12 mg de líquido de frenos. El pito me molesta pero muy pronto se disuelve en los lamentos de Diomedes Díaz que -¡oh milagro!- ha entrado en escena por vía del bafle del vecino del noveno piso, que ha decidido que este -y no otro- es el momento para entonar lo triste que es recordar momentos felices. Los transeuntes sobreviven a su encuentro mortal con Mr. vidrios polarizados, pero muy pronto deben retomar la calle pues se topan con unos oficinistas recién almorzados que, se sabe, no han aprendido nunca a caminar en fila india. La anciana no tiene problema con los oficinistas, que ya van lejos, pero sí con la bicicleta que el domiciliario dejó botada y está bloqueando la salida del edificio. En Bogotá la gente está haciendo lo que le da la gana.
Me dicen que siempre ha sido así, pero yo creo que ha empeorado en los últimos años. El encierro por la pandemia le quitó toda efectividad a los semáforos y me temo que las motos no volverán nunca a respetarlos (esto es más grave en Medellín que en Bogotá). Un comentarista británico decía que para establecer una norma social habían sido clave los primeros dos milenios. Décadas en construir, horas en destruir: esa es la fragilidad de una sociedad. Soy fan de Rappi pero tienen que reconocer el deterioro civilizacional que ocasionaron por intentar entregar un tomate chonto en menos de doce minutos. Muy bueno para su negocio, muy malo para la sociedad. En general me parece que el bogotano (¿el colombiano?) cada vez tiene más cortica la mecha emocional. La ciudad ebulle y la gente está a punto de estallar. Ni hablemos de la hora loca -tipo 5:30 pm- cuando el afán de la gente por llegar a donde tiene que llegar se vuelve una verdadera lucha por la supervivencia.
Las explicaciones son múltiples: se perdieron los valores, dicen; al colombiano le falta plata para vivir menos apretado, digo yo; suficiente gente decidió ignorar una regla social (no colarse en el transporte público, por ejemplo) y ya nada puede hacerse para detener la anarquía; no hay castigo para el infractor porque no hay suficientes policías (o porque están maniatados o porque no tienen incentivos para reprimir este tipo de infracciones); tampoco hay castigo social porque ciudadano que reprime a ciudadano está arriesgando la puñalada. Cada una de estas merecería una elaboración. Pero ya prácticamente se acabó el año y no estoy para elaborar.
Yo por mi parte estoy feliz con el colapso de la civilización. Es una extraordinaria oportunidad para destacarse. Le doy paso a un senior citizen en la calle y me siento de avanzada. Pido el uber en la calle y no en plena avenida y me siento superior a los desconsiderados que colapsan el tráfico. Miro con desdén al conductor detrás del vidrio polarizado que casi me atropella y sé que, además de tener la razón, estoy en calma, mientras que él debe estar explotando en ira dentro de su carro en el que, aparte de sus gritos, retumban los lamentos de Diomedes Díaz. Él colérico, yo inmutable. Observo con curiosidad la escena de mi casi muerte a manos de un ser primario. Soy la manifestación de ataraxia, nada me perturba. Parece como si el mismísimo Osho me hubiera dado un curso personalizado. Al domiciliario se le revienta la bolsa de leche encima de las verduras y yo, en vez de rechazar el mercado, me pregunto quién está en mejor posición de asumir el costo del infortunio y concluyo que soy yo, discipulo de Osho y hombre de élite, y me pongo a lavar verduras. Ortega y Gasset estaría orgulloso de mí, soy el aristócrata de espiritú que tanto reclamó para Europa, me exijo más que las masas, supero por creces al hombre-masa, escucho a Diomedes a un volumen moderado sorbiendo té de ruibarbo, mis fellows colombianos a punto de estallar y yo contemplando con gracia esta civilización tan rara y tan disfuncional. Lo que Ortega y Gasset nunca sabrá es que me exijo más pero no es como que el nivel de exigencia esté muy alto, de hecho ha tocado un all time low. Nunca ha sido tan fácil ser de élite.
Recomendación de la semana
Momento estelar de la música:
Alicia Keys & John Mayer en vivo en Times Square.
Esta semana en Atemporal: Conversé con la antropologa y cineasta Adelaida Trujillo sobre documentar el conflicto colombiano, meterse a zonas vetadas con una cámara de cine, la ecología, el narcótrafico, y los estados emocionales del vaivén del conflicto.
Esta edición del newsletter es posible gracias a COMFAMA. Pocas instituciones han sido tan promotoras de la lectura como COMFAMA (opinión personal) y hoy quiero contarles que uno de mis lugares preferidos para trabajar -cuando estoy en Medellín- es la biblioteca de COMFAMA al lado del café Otraparte. Es uno de los pocos lugares silenciosos que van quedando en Colombia y siempre me ha gustado trabajar rodeado de libros.
Aquí pueden conocer el catálogo de libros para préstamo que tiene COMFAMA en sus bibliotecas, algunos de ellos en versión digital.
Ataraxia: Imperturbabilidad, serenidad.
Leer estas líneas siempre es un gran momento de la semana, un momento de reflexión y sobre todo de ataraxia.
Pero que pedazo de escrito, lo bonito del hábito es que cuando se vuele costumbre ya no cuesta sentarse, cuesta es no hacerlo