Como hijo de médico que soy, son muy pocas las veces que he entrado a un hospital. La víspera de un 31 de diciembre cuando me pegué la intoxicada de la vida, según yo (así nadie me crea) por haber mezclado banano con granadilla. Otra vez que pensé que me había tragado un vidrio y me hice atender a las malas mientras la pobre señora me intentaba empacar el formulario de ingreso a urgencias. De resto, las veces que me he sometido al frío de la asepsia clínica ha sido en calidad de caballero de compañía.
Los hijos de médico nos curamos con reposo. O, si estamos graves, con pastillas. Eso sí: pastillas que estén en el botiquín de la casa. Tener que llamar a la farmacia Pasteur se reservaba para cuando uno estaba ya no grave sino delicado. Aunque tampoco como para tener que ir a urgencias. Eso fue solo cuando la combinación de banano y granadilla (les digo: no lo intenten) había arrasado con los glóbulos blancos.
Creo que la diferencia que hay entre los que se esguinzaban en el entrenamiento de fútbol y mi-persona-como-tal ni siquiera tenía que ver con ligamentos fuertes por la emulsión de Scott (hijo de médico) y la cantidad de leche con el bocadillo que consumía (familia paisa): la diferencia radicaba en que a ellos alguien les decía que se habían esguinzado y a mí solo que me había aporreado y que debía reposar.
Me pasó, ya grande, que recibí una aguapanela en un cacerío indígena y procedí a delirar cuatro días en un sofá. Mi amigo que también bebió del agua prohibida no procedió al sofá sino a la clínica y le diagnosticaron una gastroenteritis bastante agresiva. Yo me enteré de la gravedad de mi delirio cuando ya el reposo había resuelto el tema.
La educación de hijo de médico deriva en muchos casos en desestimar los turupes, lunares, y dolencias frecuentes de las que uno pueda llegar a padecer. Prefiero no saber: ese es el ethos fundamental del hijo de médico. Nunca como en lo que respecta al cuerpo humano ha sido tan acertada la sabiduría popular: uno se pone a averiguar y le termina resultando algo.
Mi última averiguación arrojó sospechas de ceguera intempestiva -Borges vibes- y, como si no tuviera suficiente para procesar, una hernia en la ingle. Afortunadamente solo está última terminó siendo cierta y me operaron antes de que el intestino se asomara donde no debía. En medicina, tengo que admitirlo, es mejor enterarse.
¿En qué cosas es mejor no enterarse? Una que cada vez parece más clara tiene que ver con enterarse de todo lo que pasa en el mundo. Esto de tener ojos en todas las esquinas viendo todo lo horrible que pasa en todas partes del planeta nos va a enloquecer. Uno empieza a pensar que los crímenes suceden con la misma frecuencia con la que postean videos en cuentas morbosas de instagram. Uno empieza a creer que la gente se trata tan mal en la calle como se “peina” (nuevo verbo predilecto de la república) en twitter.
Y la verdad es que uno sale al mundo offline y por momentos parece que todo esta bien y se pregunta si no habría sido mejor no enterarse.
Recomendación de la semana: Película - Un poeta (En cines)
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Esta semana en Atemporal: Entrevisté a Juliana Villegas Restrepo, exVP de exportaciones de ProColombia, sobre los cuellos de botella a las exportaciones colombianas, las frunas en Africa, los jabones colombianos en Inglaterra, y más. Hablamos también de su secuestro hace 25 años por parte de las FARC.
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