Lo que más me impresionó cuando conocí a Andrés Camargo (todavía no le decía “mi tío”) fue su oficina. Suena absurdo, y uno lee el perfil que escribí en ese entonces y ni menciono la oficina. El perfil es sobre el proceso penal injusto y absurdo que lo condenó a cinco años de cárcel. Hoy, casi seis años después de esa primera entrevista más que de Camargo me acuerdo de la oficina.
Quedaba en un típico edificio bogotano, cerca al parque de la 93. No era un edificio moderno, pero tampoco uno de esos clásicos elegantes. La oficina, en cambio, sí era elegantemente clásica. Recuerdo más la atmosfera del sitio que los detalles de la oficina. No estoy seguro si había un escritorio de roble, pero no me cabe duda que esa oficina tenía aire a madera madura, a luz opaca, y que estaba llena de pequeños accesorios que más que decorar delataban una vida de aventuras. Era la oficina de un navegante. O al menos esa fue la impresión que me llevé.
No estoy seguro que la oficina tuviera dos pisos, pero es la idea que me quedó. Así de amplia la recuerdo. Amplia y elegante. Y yo esperaba encontrarme una oficina totalmente diferente. Me esperaba que alguien que se llevó un golpe de esa magnitud hubiera optado por rehacer su vida en una oficina modesta. Que uno que aguantó estoicamente las injusticias de la vida se conforme con una supervivencia ascética de ahí en adelante. Una vida siempre preparada para la siguiente tragedia. No esperaba que Camargo escogiera la oficina amplia y que la llenara con tótems de su biografía. Esperaba cualquier cosa salvo lo que encontré: un tipo apostando por sembrar la cosecha más grande apenas meses después de haber sufrido la inclemencia del diluvio.
Me preguntan mucho por mi episodio preferido de mi podcast Atemporal y siempre respondo que el de Camargo. Y tiene que ver precisamente con el hecho de que después de la cárcel Camargo no se haya resignado a una oficina estándar de paredes blancas. Con lo que ese hecho dice de él.
Cuando era pequeño y caminaba por los caminos de mi finca había un árbol cuyas hojas se encogían cuando uno las tocaba. No me las he vuelto a topar. Supongo que se esfumaron como tantas cosas que se van con la infancia. Ese mecanismo de supervivencia de la hoja que se encoje ante la amenaza lo ve uno también en el humano que se apoca ante la desgracia. La gente admira a Camargo por haber acatado la ley a pesar de que se estaba cometiendo la mayor de las injusticias. Yo lo admiro porque luego de eso no se apocó, sino que se agrandó.
Unas semanas antes de que lo mataran, Álvaro Gómez Hurtado dio una entrevista a propósito del proceso 8.000 y en ella propone una fórmula simple para salir del embrollo institucional: que el presidente actúe con grandeza. El problema es que Samper estaba en modo supervivencia y nada más antinatural al que se esta aferrando con las uñas al precipicio que actuar con grandeza. Samper sobrevivió con una habilidad política excepcional, pero no ejemplar.
Yo admiro a Camargo porque a la vez que no se dejó apocar, supo salir de ahí con grandeza. Para la muestra, su oficina.
Recomendación de la semana
Reel: Este momento de mi entrevista con Andrés Camargo
No voy a decir nada, salvo que lo vean.
Esta semana en Atemporal: Conversé con Nicolás Ordoñez Reyes sobre los mitos políticos, la religión civil, Chesterton, la necesidad humana por las comunidades, entre otros.
Ese episodio de Atemporal es el germen de una temática en la que es necesario que un tipo como vos, profundice: el Estado funciona cada vez peor porque a él llegan individuos que el sector privado descarta, hoy es cada vez más difícil para un "Nicanor" o un "Gilberto Echeverri", porque las personas que generan valor prefieren (naturalmente) aportar desde la empresa, que ser empapelado o encarcelado, cuando la intención genuina es es actuar desde la honestidad. Tal vez el último fue Andrés F. Arias, cuya condena injusta nos castró a muchos.