Detesto subir a Monserrate. Lo hago cada quince días, pero nada que le cojo el gusto. A veces subo otra parte de los cerros de Bogotá y, aunque es igual -o más- exigente que subir a la iglesia, lo disfruto. En Monserrate en cambio solo sufro. Es estrecho, hay demasiada gente, y entre esa genta nunca falta el que no sabe que imponerle su música a los demás es descortés. No es que la música sin audífonos suene mal, es que la música que ponen los que creen que se puede andar poniendo música no solicitada en público -en Monserrate o en un avión- siempre, pero siempre, resulta ser pésima. Para acabar de ajustar, cuando uno está cerca de poner fin al sufrimiento se cruza con el señor de Monserrate, que parece estar sembrado ahí (los que han subido me entenderán), y que saca uno de sus gritos desgarradores y desagradables -ánimo, ánimo, ánimo- que completan la labor de desmoralización. Detesto subir a Monserrate.
Monserrate es mi lucha. Escribir también. Rara vez es placentero. Casi siempre me produce la sensación de no querer estar haciendo esto. Como si cada palabra costara producirla. Es como darle manivela a una máquina para moler carne. Solo que la manivela está oxidada y darle la vuelta requiere tal esfuerzo físico que inevitablemente termina en una arcada. El genio natural de Kerouac me es esquivo. De mí las palabras no resbalan: caen al piso después de numerosas arcadas. Me toca (si me permiten escribir como migrante dominicano en Nueva York) pasarlas por el grinder antes de estamparlas en papel.
Hay una canción del rapero argentino Duki que dice “Yo no soy bueno, yo tengo talento”. Están los talentosos y aquí abajo -como dice otra canción- estamos los buenos. Los que nos toca moler porque no tenemos alternativa. Mi spirit animal, el escritor John McPhee, conocía la lucha. Él sabía que la lucha nunca termina; es cíclica y se reinicia con cada nuevo texto. “No tenerse confianza al comienzo”, escribió, “me parece de lo más racional. No importa que algo que hayas hecho antes haya funcionado. Tu último texto nunca va a escribir el siguiente”. El no-talentoso que cree que la tecnología le va a ahorrar la lucha se está engañando. Lo siento, compadre: a nosotros nos tocó moler.
No he sentido nunca entusiasmo por la inteligencia artificial y decidí ya que no voy a incorporar ChatGPT en mi proceso de escritura. Seré un ludita y a mucho honor. Y la razón es que ChatGPT -como tantos inventos silliconvalleiescos- mata la lucha. Y está bien que una empresa elimine la lucha para conseguir un taxi, pero cuando la lucha es esencial para el resultado final a la lucha no se la mata. Ahorrarse el nudo para apurar el desenlace es lo mismo que matar la novela.
Creo que no hay un órgano al que mejor le venga la fricción que al cerebro. Cuando uno entiende que el género del ensayo tiene que ver con ensayar la exploración de un tema descubre eso que dicen los ensayistas: que no saben lo que piensan sobre un tema antes de sentarse a escribir sobre ese tema. Ese proceso de articular en palabras precisas aquello que no eran más que intuiciones nebulosas que deambulaban por las esquinas de la mente es de lo más potente que tenemos. Y en un futuro cercano asistiremos al espectáculo de generaciones enteras que no tuvieron que cocinar sus propios pensamientos pues se criaron en la era de la no fricción y tuvieron a su disposición un horno externo del que sacaron el pensamiento horneado sin la lucha necesaria para ello. Auguro una cantidad escandalosa de cerebros fritos. Pero ese soy yo, ludita y techno-pessimist.
Cada que voy a una feria del libro me sorprendo de ver la prominencia de “Mi lucha”, el libro de Hitler. Parece que es fácil de publicar, pues toda editorial independiente que se respete (en realidad no) exhibe con orgullo (woah) su propia “Mi lucha”. No digo que haya que censurar a Hitler, pero quizás tampoco exaltarlo. Depronto lo que podemos hacer es una operación típica de guerrilla marketing y seguir imprimiendo la portada con la svastika, pero en vez de arrancar el libro con "Hoy considero como una afortunada disposición del destino que el lugar de mi educación durante mi juventud haya sido Linz y no otra ciudad" sorprendemos al lector con “Detesto subir a Monserrate. Lo hago cada quince días, pero nada que le cojo el gusto”.
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Qué maravilla de escrito. Siempre me encanta leerte.
Que necesidad de sufrir por sufrir, entiendo a los que suben a Monserrate, pero con las rutas maravillosas que se encuentran en Bogotá, que necesidad?.
Sobre la IA totalmente acorde, el entrenamiento y desarrollo de nuestras competencias nos lleva a la maestria, dicen que con 10,000 horas dedicados a algo generamos habilidades sobre el promedio, asi que escribir y sobre todo pensar, contrastar y analizar son el camino.