Carlos Granés, que escribió un libro monumental sobre la historia política y cultural de Latinoamérica, dice que nuestras naciones han oscilado entre ciclos identitarios y ciclos modernizadores. En estos últimos, los dirigentes miraban hacia afuera, buscaban casos de éxito en otras partes del mundo e intentaban copiar lo que ya en otras latitudes había funcionado. Sorpresa: en esos ciclos, las cosas en el trópico empezaban a marchar. Pero venían luego los ciclos identitarios, la pregunta eterna por quién carajo somos. El país se volvía míope, olvidaba al mundo, y se encerraba entre sus fronteras a explorarse a sí mismo; durante la pillamada nacional se aprovechaba para repasar las heridas, las injusticias crónicas, y echar eternos discursos sobre los origenes de la pesadilla actual. A segundo plano pasaban los ingenieros, los expertos, el cemento y el progreso, mientras que las pupilas se centraban en la memoria, la tradición ancestral y algo en lo que los latinos hemos demostrado tener mayor pericia que nadie: la labor reivindicatoria. Atrás quedaba la pregunta de a dónde vamos, pues la cuestión fundamental era la de dónde venimos y de por qué, oh Dios, hemos sido tan oprimidos.
La inacción que surge de obsesionarse por la propia identidad -y recluirse en el “viaje interior”- es algo que tratamos en nuestro libro Ante todo, hacer algo y es consistente con la observación de Granés de que esto también ocurre en la dimensión colectiva. Los ciclos modernizantes en cambio me recordaron mi clase de derecho comparado, que era aburridísima porque uno comparaba un montón de legislaciones para darse cuenta que todas eran idénticas. Daba la sensación de que en materia normativa no había espacio para grandes innovadores. Los sabores autóctonos se perdían en un texto legal que no tenía picante. Podría decir uno que ni siquiera tenía sal. La convergencia normativa era la regla, y un resultado más de la modernización global.
Vivimos la era del promediaje: los apartamentos son todos iguales, los carros vienen en tres colores (uno de ellos se llama gris medellín), y hasta las caras de la mujeres convergen hacia un supuesto ideal que lleva el nombre de cara instagramera. La búsqueda por una identidad propia es una respuesta natural a esta era del promediaje. Es la ansia tan humana por destacar. Por sentir que los otros quizás, pero uno definitivamente no es una réplica. Uno es the one and only Buzz Lightyear y no meramente el modelito que cobró conciencia y reventó el plástico.
Hay cosas que decir a favor de la convergencia. Solo el poder de la convergencia explica que uno pueda comprar frunas en Tanzania. Innovar en sistemas de intercambio quizás no sea la jugada más inteligente a nuestro alcance, por más que el trueque tenga encanto ancestral. Mejor quedémonos con el capitalismo. Lo mismo con la sismoresistencia y las normas de tránsito: no saquemos unas made in Colombia, conformémonos con los estándares internacionales. Un mundo que converge a la democracia: mucho mejor que el que converge a la autocracia. La convergencia permite el comercio, pacifica, y nos ahorra tiempo y plata.
Pero el instinto de ser creador, anota Granés, pervive en nuestro continente. Vivir según los propios términos. Inventar los propios principios. Ahí está Trump llevando a USA a sus raices, divorciándose del mundo, buscando la americanidad que disolvió la globalización, retrocediendo 40 o 50 años los esfuerzos modernizadores.
La uniformización por supuesto trae sus dificultades. Un empresario del mundo del vino cuenta cómo la entrada de Colombia a la OCDE aniquiló los progresos que se habían hecho en su industria pues implicó adoptar, de un tajo, los estándares tributarios de los países desarrollados. Y como esa hay mil importaciones jurídicas y copias de infraestructura y de buenas prácticas que han sido semillas de progreso que simplemente en este terreno tan peculiar y tan extraño no han pelechado.
En esto no se me ocurre solución y habrá que conformarse con señalar la tensión, que es permanente y perenne: si no se mira hacia adentro no se sabé bien qué hace falta, ni las capacidades instaladas y las ventajas naturales que se han de aprovechar, pero hacerlo tiene el riesgo de perderse en el abismo profundo que puede llegar a ser el laberinto del ser, incluso cuando se trata de la identidad de una nación. No vaya a ser que uno pierda 200 años reivindicando la opresión de los anteriores 200 años.
Recomendación de la semana: Libro - Delirio Americano por Carlos Granés
Erudito, ilustrativo, y muy bien escrito por uno de los intelectuales más serios que hay en el mundo hispano. Link.
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