Intento ahora lo absurdo: poner en palabras lo que sentí en el Camino de Santiago. Pensaría uno que siendo esta la segunda vez que lo hago me resultaría más fácil. Pero esta vez —siete años después— se sintió tan diferente a la primera que parece que lo hubieran caminado dos personas diferentes.
Empezando por los zapatos. Son los mismos de siete años atrás. Los volví a empacar en atención de una de las máximas más repetidas del camino: nunca, pero nunca, estrenar zapatos. Pues resulta que esa no es la única verdad sobre el calzado. La otra verdad —esta la aprendí a las malas— es que los zapatos se achican con los años. O los pies se agrandan con la edad. Todavía no se cuál de las dos.
Con los dedos apretados (que no es lo mismo que apretando dedos) crucé los Pirineos. Había dos rutas posibles: la de Valcarlos, que rodeaba un río, y la ruta de Napoleón, por encima de la montaña. Me pregunté quién escogería caminar al lado de un río cuando se puede seguir la ruta que tomó Napoleón. Luego entendí la respuesta. La gente sensata. Esos escogían el río.
La lluvia era diminuta pero era de la que no para, o sea de la peor calaña. La neblina fue tan súbita y tan envolvente que me quitó el pensamiento que me había dominado desde que empecé la etapa: que el hijo de Martin Sheen era muy bobo por haberse muerto en esa etapa (en la película The Way). Pero lo peor era el frío. Demasiado para pieles tropicales y particularmente para peregrinos poco preparados.
Habría sido otra cosa si ese lunes nos hubiera tocado sol. Nos habríamos asombrado con las vistas, pero a costa de la mística que ganamos en el lodo. Desde entonces los que escalamos la montaña el 29 de abril nos reconocíamos como supongo se reconocen los veteranos de guerra: solo con mirarnos a los ojos.
En mi diario del Camino (la primera vez no llevé y aprendí la lección) anoté que la primera etapa no fue acerca de caminar sino de padecer. Claro que el padecimiento es una constante del Camino. Es omnipresente al punto de hacerse invisible. La condición esencial del peregrino. Y aún así hoy me es difícil recordar momentos de dolor o de temor; momentos que quedaron claramente consignados en el diario. ¿Podré seguir con estos zapatos? (eventualmente tuve que comprar otros), este dolor en la rodilla, ¿será fatiga o lesión? Es el sufrimiento inevitable, la preocupación permanente. Pero eso no es lo que queda en la mente: en la mente queda la euforia, el asombro, la amistad.
Es parte de lo que hace especial al Camino. Ese baile entre temor y exaltación. La transición diaria, rutinaria, entre infierno y paraíso (la metáfora religiosa es inevitable cuando se describe el Camino); el descenso al infierno de las ampollas y la elevación al paraíso de una cerveza fría; el paso obligado por el fuego autoflagelante de la mente y la fascinación por las cosas más simples y por lo mismo increíbles de la naturaleza: un viento que pasa por los campos de trigo y parece estar creando luz.
Es justo eso, vivirlo todo en un solo día, lo que distorsiona el tiempo en el Camino: cinco días pasan como quince años y el recorrido completo hasta Santiago debe sentirse como dos o tres pasos por la tierra nuestra.
Fue en el décimo día cuando conocimos a José Luis. Lo conocimos en Tosantos, un pueblo en el que no debíamos de haber parado y que hoy me parece un evento más en una larga serie de eventos predestinados (en el Camino es difícil no creer en un plan maestro cuyas piezas encajan a la perfección). Digo que fue predestinado pues ahora no soy capaz de imaginar qué habría sido del Camino sin José Luis. Sería probablemente algo similar al Superbowl. Uno ve el Superbowl sin haber visto nunca fútbol americano, sin entender las reglas, y se entretiene por lo que sucede pero se le escapa el sentido más grande de todo aquello. Lo mismo sería el Camino sin José Luis. Si no hubiéramos conocido a José Luis no habríamos entendido que la amistad en el Camino es así de intensa no solo porque es finita (todas lo son) sino porque ha nacido con la condena de que será corta. Uno quisiera que nunca se acabara, del mismo modo en el que uno desea con todas sus fuerzas que el Camino no se acabe, y aún así hace todo para que se acabe; es decir, camina, porque es lo único que el peregrino está llamado a hacer. Es la condena del peregrino: caminar a Santiago a sepultar la amistad que no quiere sepultar, y no poder hacer nada para evitarlo. Entendimos, gracias a José Luis, por qué se sigue hasta Finisterre. No se va en busca de los paisajes épicos del fin de la tierra ni para mantener la costumbre de caminar 25 kilometros diarios después de Santiago. Se va a Finisterre porque no se está listo para despedir a los amigos que se hizo durante el Camino. Es el aplazamiento de la despedida. Está mal mezclar la dicha de llegar a Santiago con la amargura de despedirse para siempre de los amigos. Por eso se va a Finisterre. «Se va allí», dijo José Luis, «a ver el atardecer. Y ahí, con el sol inmenso que se entierra en el mar, se despide uno y se va a casa». Ahí sí, con la postal de un sol inmenso desvaneciéndose en el mar, se puede hacer lo imposible: despedir a los amigos del Camino, que son los únicos amigos de la vida porque el Camino —esto es lo que cuesta poner en palabras porque nadie que no haya hecho el Camino va a creerlo— da luz a una nueva vida, una que nada tiene que ver con la anterior, y que no pretende durar más que un puñado de días; una vida que en mi caso empezó yendo a la guerra, con la conquista de los Pirineos, y se acabó, no como me habría gustado, viendo la puesta de sol con mis amigos en Finisterre, sino de la manera más anticlimática, en una maluquera monumental en frente de la catedral de Burgos.
Escribo estas palabras para dejar recuerdo de esa vida ya culminada. Esa que en unos años me parecerá mentira, una pausa de esta vida, la real.
Me veo tentado a pensar que con esto cierro definitivamente la experiencia del Camino pero el hecho de que en el avión de regreso me vine murmurando sin cesar la canción que nos enseñó José Luis —«Llévale romerico, llévale a Santiago»— y más aún, que cambiara la letra por «llévame romerico, llévame a Santiago» me hace pensar que lejos de terminada, esta vuelta a mi vida real es apenas una pausa de mi otra vida.
Recomendación de la semana
Video: José Luis cantando Llévale romerico
Esta semana en Atemporal: Conversé con Daniel Escobar, empresario, músico, buen amigo y primer entrevistado en la historia de Atemporal, sobre despechos, la soledad, Buena Vista Social Club, la infame historia del avión (no se la pierdan) y más!
Esta edición del newsletter es posible gracias a COMFAMA. Pocas instituciones han sido tan promotoras de la lectura como COMFAMA (opinión personal) y hoy quiero contarles que uno de mis lugares preferidos para trabajar -cuando estoy en Medellín- es la biblioteca de COMFAMA al lado del café Otraparte. Es uno de los pocos lugares silenciosos que van quedando en Colombia y siempre me ha gustado trabajar rodeado de libros.
Aquí pueden conocer el catálogo de libros para préstamo que tiene COMFAMA en sus bibliotecas, algunos de ellos en versión digital.