Es impresionante la metamorfosis de Alejandro Salazar, que pasó de ser un consultor bajo perfil a una figura pública, cada vez con más relevancia. Sus ideas sobre estrategia emergente son ya bastante conocidas, pero las que más han calado en mí no son necesariamente sobre estrategia sino sobre la acción y el aprendizaje. En su aparición más reciente en Atemporal conversamos sobre algunas de sus visiones menos conocidas y sobre Colombia.
Publiqué este perfil de Alejandro Salazar hace más de dos años en CUMBRE, el portal de liderazgo del CESA. Desde entonces muchos me lo han pedido para releerlo. Acá va de nuevo y quedará disponible en mi página de substack. Si no lo pueden leer bien, vayan directamente a mi substack y lo buscan ahí.
Recuerdo haber pensado que esto era lo mejor que podía escribir en ese momento. Había llevado mis capacidades al límite (estamos hablando de junio de 2022). Tengo curiosidad de releerlo y ver que tanta vergüenza me da. Espero que lo disfruten.
Apertura
En un almuerzo del Foro de Presidentes, la intervención de la empresaria pintaba que iba a ser de antología. En ese entonces, la conversación empresarial no se había saturado de palabras como ‘propósito’ o ‘impacto’, que en los últimos años han reflejado una preocupación de una parte del empresariado por superar el capitalismo puro y duro. Se servía salmón en ese almuerzo que no por informal dejaba de ser exclusivo. No más de treinta comensales, pero había que verlos: presidentes de las empresas más icónicas de Colombia, leyendas vivas, herederos de imperios, jóvenes promesas que querían comerse el mundo y ya habían dado un mordisco.
Era la crème de la crème del sector privado. Si por la boca entraba salmón, por el oído entraban por primera vez unos términos ajenos hasta ese entonces a la conversación empresarial: capitalismo consciente, impacto ambiental y social. Años después, cuando esos términos inundarían el mundo empresarial, los discursos serían desapasionados, del giro ordinario del negocio, business as usual. Este discurso, el pionero, era todo lo contrario. No había sobriedad en él. Parecía salir directamente del alma de la empresaria. Expulsadas con rapidez, las palabras se atropellaban unas con otras, y el público, sorprendido por la perorata imprevista, escuchaba atento y se mostraba receptivo. Esto es, la gran mayoría del público. A uno de los comensales, el único que no era empresario, se le notaba inquieto.
El consultor empresarial Alejandro Salazar siempre ha estado inquieto. Su cuerpo siempre lo ha manifestado. Si está sentado, es la elevación rítmica de la rodilla, que concluye en un martilleo incesante de los talones, la que delata la perturbación interna. Al tocar piso por un periodo prolongado —y «prolongado» para el inquieto de Salazar puede ser tan breve como unos segundos— los talones se rebelan y empiezan su marcha estática. Ante la imposibilidad de un desplazamiento, conducen la energía sobre el eje vertical, que se trepa por la tibia hasta la rótula y que termina por elevar la rodilla una y otra vez. En un punto la vibración de la pierna se hace insoportable. Es ahí cuando Salazar, su propietario, se para.
Cuando está sentado, también la lengua sirve de conducto de la inquietud. Se desplaza en la boca cerrada, se asoma ocasionalmente y forma turupes provisionales en las mejillas. Como la joroba de una ballena, que rompe la superficie del agua para tomar aire, la lengua de Salazar busca oxígeno fuera de la boca, que, aunque permanece cerrada, no es capaz de esconder la convulsión interna.
Cuando está de pie, talones y lengua descansan y la labor quinestésica les corresponde a las extremidades. Es entonces cuando manos y piernas asumen la responsabilidad y empiezan a desfogar la energía que vibra en el interior de Alejandro Salazar. Empieza un ritual que los clientes que más lo quieren suelen describir como «hostigamiento por caminata». A una mesa de juntas tamaño estándar, en una sesión de cuatro horas, Salazar puede darle entre 300 y 400 vueltas. A la usanza de los peripatéticos, sus sesiones de consultoría tienen que ver tanto con hablar como con caminar. En esas sesiones Salazar alcanza el balance energético óptimo: el cuerpo, casi siempre bajo la tortura insoportable del superávit de energía, se somete a dos pruebas paralelas: la física, los 8 kilómetros planos alrededor de la mesa, y la intelectual, la de suscitar con pericia y paciencia la conversación definitiva de una compañía. Y si en el desplazamiento Salazar alcanza momentáneamente la paz interior, no se puede decir lo mismo de sus clientes. Viven el temor del surfista varado al que un tiburón rodea, en danza premonitoria, antes de dar la mordida fatal. En el caso de Salazar, el rodeo a la mesa se prolonga tanto que daría la impresión de que más que con una mordida, Salazar busca acabar con sus clientes a punta de estrés.
Cuando no está en sesión, cuando está, digamos, confinado en la silla de un avión, o en un almuerzo escuchando la manifestación de la consciencia social de una exitosa empresaria, la lengua y los talones no alcanzan a movilizar suficiente energía para sosegarse. En esos momentos, a Alejandro Salazar se lo nota especialmente inquieto. En esos momentos, este consultor necesita encontrar una nueva avenida para liberar energía.
Al terminar el discurso, cuya emoción la había obligado a levantarse, la empresaria retomó su asiento y miró alrededor del comedor. Por los ventanales del piso veintisiete, reservado en su totalidad para la reunión, reverberó un murmuro de aprobación. Los empresarios a los que el discurso les tocó las fibras más elementales no se atrevieron al aplauso. Un acto tan expresivo no cabía en un foro usualmente serio y moderado como ese. Los que, en cambio, habían digerido el discurso como un regaño por su falta de consciencia social, simplemente se concentraron en los espárragos que tenían en frente. Unos con cerveza, otros con agua, los empresarios más tradicionales pasaron garganta abajo la amargura de las palabras de su colega. Salazar, cuya lengua se había agitado particularmente durante el discurso —no se sabe si por el mal gusto que le generaban las palabras de la empresaria o si era que estaba ya saboreando la respuesta que le habría de salir de la boca—, rompió el protocolo implícito de la prudencia y se paró de su silla: «Yo sí quisiera decir una cosa». Entonces ya se sabía que eso no iba a terminar bien.
«No entiendo cuál es el karma que estás intentando expiar», le hablaba directamente a la empresaria y la trataba de vos. «No sé qué habrás hecho en una vida pasada que hoy estás como atragantada por el remordimiento, pero eso de la consciencia social empresarial es puro cuento». Salazar hizo una pausa y miró alrededor: los demás comensales evadían su mirada. Era un momento inequívocamente incómodo. La empresaria, en cambio, lo miraba de frente. El consultor atacaba sus ideas pero ella sentía como si la atacara personalmente.
Salazar concluyó su intervención: «yo a ti te tengo toda la admiración. Me pareces una berraca. Pero no puedo estar más en desacuerdo: la verdadera responsabilidad social está en generar riqueza. En crecer y hacer enormes las compañías que hoy están sentadas en esta mesa. No en volverlas fundaciones sociales».
Si el discurso inspirado de la empresaria no había ameritado aplausos, el reproche de Salazar ni siquiera suscitó cuchicheos. Desde entonces solo se oyeron el claqueo de los tenedores contra la vajilla y las masticaciones de veintinueve empresarios y un consultor.
A quienes ya conocían a Salazar, la confrontación no los tomó por sorpresa. La irreverencia, después de todo, es un rasgo tan notorio en Salazar como su inquietud. Sin embargo, para quienes apenas habían notado la presencia del consultor en aquel almuerzo de empresarios, la sorpresa era grande. La escena que acababa de producir Salazar desencajaba con el espíritu de la era. En un mundo cordial, que hace todo lo posible por evitar el conflicto, en el que se castiga con mayor ahínco la ofensa que la mediocridad, lo que acababa de hacer Salazar era absolutamente inusual.
Todo el que lo conoce sabe que el consultor Alejandro Salazar es una fuerza de la naturaleza. La confrontación en ese almuerzo no nos sorprende como una rareza a los que hemos pasado tiempo con él sino apenas como una manifestación de su energía vital. Pero desde que me narraron ese episodio no he podido sacarlo de mi cabeza. No hay nada de trivial en él. En esa inusual confrontación, especulo, está englobado el carácter de Alejandro Salazar. Ese almuerzo, intrascendente para muchos, guarda la explicación de lo que ha llevado a Alejandro Salazar a ser el consultor empresarial más importante de la historia de Colombia y auguraba ya el éxito de su libro La estrategia emergente.
Que Alejandro Salazar haya decidido, conscientemente, dañar el ambiente en un almuerzo empresarial no se puede explicar completamente desde su irreverencia. Hay algo más. Pero nada de lo que Salazar ha hecho alguna vez puede empezarse a entender si no se parte desde ese rasgo fundacional. Desde su irreverencia que se empezó a forjar cuando era víctima de matoneo en un colegio de curas en un barrio de clase media en la ciudad de Bogotá.
Parte I: Hijo de la irreverencia
Alejandro Salazar nació en Cali, pero se crió en el barrio Niza de Bogotá. Su educación transcurrió en un colegio de curas, pero, cosa tal vez más importante, tuvo lugar en el corazón de la clase media. «Creo que era Jonathan Swift el que decía que ese es el mejor sitio para educar a alguien», me dice Salazar. «Vos no tenés privaciones, pero tampoco merecimientos». En ese punto justo, en el que se escapa del hambre física, pero no se amaina el hambre de logro, el individuo cuenta con la presión justa para forjar un carácter robusto y ambicioso. Es ahí, en ese mezanine entre riqueza y pobreza, en el que el individuo cobra consciencia de la agencia humana, de su capacidad de incidir en su propio destino.
Ahí, en el interregno de los apartamentos de piso de barro y los de piso de alfombra, en el que se escapa de la incomodidad absoluta y no se alcanza la comodidad, fue donde la mente de Alejandro Salazar forjó su intuición primordial, casi un grito de batalla: «tenés que ganártelo todo».
Y si la historia familiar no le dejó fortunas que le dieran ventaja sobre el resto, la biología, en cambio, hizo lo posible para ponerlo en desventaja. Era el más pequeño de su curso. Fue una de las primeras advertencias que le anunciaban a Salazar que nunca haría parte de la media de la distribución en ninguna medición. A su modesta estatura, que nunca estuvo a la par del resto de compañeros, la complementó con una devoción inusual por el estudio. Mezcla perfecta, se sabe, para convertirse en objetivo predilecto de los matones de colegio.
Esos dos rasgos vitales tenían poco remedio. Por más que quisiera, no podía darle hormonas al ritmo de crecimiento. Tampoco podía zafarse de ser buen estudiante. «Mi papá, que había sido un estudiante estrella en su era, me exigía mucho», recuerda Salazar, para quien las exigencias académicas de su padre no se medían solo en resultados —las calificaciones que entregaban una vez al semestre— sino también en procesos, en la manera como invertía su tiempo: «Mi papá tenía la doctrina de que si uno no estaba estudiando, estaba perdiendo el tiempo». Para el niño estudioso de baja estatura, el matoneo estaba asegurado.
Quizás consciente de que nunca podría equiparar el poderío físico de los bullies, Salazar hizo de la lengua un látigo para domesticar matones. Se transformó en un smart-mouth: aprovechó la agilidad de la mente y la soltura de la lengua para disuadir a sus depredadores. «Muchos hoy dicen que el bully era yo, porque era una especie de bully verbal», dice Salazar. El que parecía destinado al fondo de la cadena alimenticia acababa de dar un salto improbable al techo de los depredadores. Afianzó tanto la vehemencia al contestar que pronto ya no distinguía entre sus interlocutores y, de repente, a todos les correspondía el azote de la lengua de Salazar. Así se ganó el único golpe que le han dado en la vida: ¡se lo dio un cura! «El cura Juan, por una cosa legítima además», recuerda Salazar. ¿Su ofensa? Contestarle feo a la mamá. En la educación de los curas había algo de dureza y no injustificada: se trataba de curas que habían sobrevivido a los nazis.
El ambiente escolar era áspero, pero no árido: había condiciones para que floreciera el respeto y la solidaridad entre estudiantes. Había competencia y trato duro entre compañeros, pero se respiraba respeto por el prójimo. Los curas imprimían humildad en sus estudiantes y eso se notaba hasta en las actividades extracurriculares. «A los estudiantes de la mañana nos tocaba trabajar en la tienda para los de la jornada de la tarde», recuerda Salazar.
El compañerismo fuerte, sin embargo, nunca lo jalonó hacia el gregarismo. Su carácter más que de rebelde siempre fue de independiente. Y es que para que haya rebeldía se necesita que exista desigualdad, ya con el estudiante rebelde que enfrenta al Estado opresor, ya con el hijo que busca romper las cadenas que la ha impuesto el padre. En la visión de mundo de Salazar nunca existió tal desigualdad. Influenciado por su padre, Salazar siempre se mostró escéptico de las jerarquías. Ni siquiera las respetó con los papás de sus amigos, a quienes les hablaba de igual a igual. Para quien posee una mente letal y una lengua rápida, no hay tamaño ni edad que intimide. Con el habla, Salazar podía hacer lo que todo adolescente ha soñado desde tiempos inmemoriales: derribar las jerarquías.
Su capacidad para ver horizontalidades donde otros se arrodillaban en temor reverencial terminó de afianzar su carácter de respondón. Ese coctel de elementos inusuales —su escepticismo de las jerarquías, la lengua letal y la mente aguda— hizo que Salazar desarrollara un instinto fuerte hacia la divergencia.
Si sus compañeros buscaban en la marcha de la masa las pautas de comportamiento, Salazar hacía lo contrario. Si sus compañeros se perdían en interminables páginas de libros de texto para preparar exámenes, Salazar buscaba aproximaciones alternativas. «Me gustaba comprarme esos libros incunables de álgebra y trigonometría que vendían por allá en la 19 y que nadie tenía», dice Salazar. «De golpe sabía que el profesor usaba algún set de problemas de esos».
Por su ventaja en los estudios y su peculiar manera de tratar a los profesores como pares, a Salazar pronto se le empezó a tratar como un adulto. Su alma adulta atrapada en cuerpo de niño lo hacían el candidato perfecto para asumir la labor de niñero. «Los profesores me ponían a caminar al lado de los que más cojeaban», dice Salazar. Lo que había empezado como refuerzo académico pronto giró hacia el plano psicológico: a los estudiantes que tenían baja autoestima los sentaban al lado de Salazar con la esperanza de que se les pegara algo de esa confianza que ya empezaba a exhibir el estudiante ejemplar.
Aunque empezó como una tarea más, pronto Salazar asumió voluntariamente la carga de emparejar a los desválidos. «Cuando mis compañeros se tiraban las materias, yo los preparaba para los remediales», dice Salazar y noto rastros de orgullo en su tono de voz. Ya desde la primaria Alejandro Salazar daba sus primeros pasos como consultor.
El método que seguía Salazar para ayudar a los estudiantes deficitarios no era el de la disciplina, ni el de la repetición fatigosa de problemas de álgebra. Era más simple que eso: Salazar los ponía a conversar. Y es que gran parte de los problemas de sus compañeros tenían que ver con su mal entendimiento de las materias. Era un error en la manera de enmarcar la discusión. Con conversaciones, Salazar les ayudaba a ver el asunto desde otra perspectiva. No era un tema de disciplina, ni siquiera de cognición: el problema de sus compañeros era que no sabían ver. Tenían el lente empañado. Y solo con la conversación Salazar lograba pasarles un paño limpio para aclararles la visión.
Ya en ese punto Salazar emitía señales —tenues, pero no dejaban de ser señales— de la gran habilidad que lo sostendría en su carrera como consultor, la de conversador, un conversationalist. Era a través de la palabra —la misma que a ratos le servía para castigar enemigos y deshacer jerarquías— como Salazar desatascaba a sus compañeros fallidos.
Su talento de asesor, que en ese entonces era recompensado con sanduches de jamón y queso, y Milo frío, no pasó desapercibido por los padres de sus amigos. «Me pasaba mucho con los papás de los amigos, que eran empresarios, que cuando yo iba a visitarlos, los tipos sacaban un rato para hablar conmigo». Antes de cumplir quince años, Salazar ya mostraba interés en el mundo de los negocios, que conocía por vía indirecta, bien fuera por los papás empresarios de sus amigos, bien fuera por su propio padre, que trabajaba en la industria química y que «cuando me contaba sus ideas, yo de vez en cuando le hacía un comentario». No era el niño que quiere hacer parte del mundo de los adultos y lo malogra torpemente. Salazar recuerda que en no pocas ocasiones su padre se sorprendía de la perspectiva —esa que luego sería su verdadera arma nuclear—: «hombre, no lo había visto así», le contestaba.
Alejandro Salazar ha contado con la fortuna de una identidad que se empezó a forjar desde muy temprano. No era mayor de edad, aunque ya tenía alma de adulto, cuando se hizo pensador independiente, se dejó cautivar por el mundo empresarial y, tras la boca cerrada típica del hombre observador, volvió de la lengua una poderosísima arma —a veces una maldición—. Estos rasgos no solo han pervivido a través de las décadas, sino que se han reforzado en escenarios que podrían haberlos domesticado.
En la universidad de Northwestern, en la que cursaba un doctorado, uno de sus profesores intentó burlarse de él:
—Mr. Salazar, usted que todo lo sabe, cuénteme: ¿cómo está la producción de coca en Colombia?
—Pues no tengo ni idea cómo estará la producción en Colombia, más bien dígame usted cómo está el consumo en Texas.
El silenció se apoderó del salón. Era el efecto del látigo de Salazar. Como la bala de cañón que rompe con los sonidos rutinarios del pueblo, la frase irreverente había creado un vacío demoledor. Los compañeros de Salazar estudiaban la cara del profesor a la espera de una reacción. Una vez se repuso del shock, sonrió. Había que reconocérselo, Salazar tenía bien ganada su irreverencia. La pagaba con ingenio.
—Contesta duro el señor. Es usted un verdadero smart-mouth, Mr. Salazar.
—Pues hermano, imagínese: si así le contesté en inglés, ¿cómo será en español?
Para un hijo de la irreverencia como Alejandro Salazar, lo de ese almuerzo en el Foro de Presidentes no fue un episodio extraordinario. Fue una expresión más de su naturaleza íntima de contestatario, esa dulce condena que en los momentos más dulces le ha ganado el respeto de contradictores y en cuyos momentos más agrios le ha resultado en bofetadas clericales y silencios incómodos. Pero Salazar no es precisamente uno que pelearía por pelear. Para refutar a la empresaria en frente de sus colegas, siendo el outsider del grupo, hacía falta irreverencia. Pero la irreverencia por sí sola no termina de explicar su conducta de ese día. De no haber sido porque lo que había en el fondo de esa discusión era existencialmente relevante para Salazar, no lo habría hecho. Para él, el discurso social de la empresaria contravenía algo tan central a su manera de entender el mundo que no podía no reaccionar. Y es que a Alejandro Salazar desde hace muchos años lo ha movido una idea seminal. Y cuando esa empresaria desfogaba su alma y explayaba sus críticas a un sistema capitalista insensible, esa idea estaba bajo asedio.
Parte II: La teoría dominante
La vida de todo hombre excepcional está plagada de decisiones en apariencia irracionales. Una de las primeras en la trayectoria de Alejandro Salazar fue la de hacer un doctorado en ingeniería. Cuando sus amigos tomaban la ruta segura —hacer un MBA, «la llave de oro a Corporate America»— Salazar se adentró en territorio inexplorado. Nuevamente: una manifestación de su intuición primigenia de no converger. El primer paso de su recorrido por el camino menos transitado. Un punto de inflexión que probaría ser definitivo en la consolidación del carácter del consultor.
Más que su paso por la academia, fue la experiencia estadounidense la que causó una mutación importante en Salazar. «Estados Unidos le activa a uno la ambición», dice Salazar. No fue solo el entorno competitivo de ese país lo que lo impresionó: le llamó la atención la capacidad de concentración de los estadounidenses. «Hacen pocas cosas, pero las hacen impecablemente». Realización impactante para un colombiano, tan acostumbrado a la recocha, a la dispersión, a la desconcentración. Además, a esas pocas cosas en las que se enfocan, las persiguen con enorme ambición. Piensan en grande, dice Salazar, cuyo paseo por el espíritu norteamericano le enseñó que «muchas cosas que uno, educado entre estas montañas, consideraba imposibles son posibles».
Pero si Estados Unidos fue para Salazar una elevación a un escenario mayor, su reacción adaptativa no fue la de achicarse. A sus profesores del doctorado les contestaba con la misma irreverencia que en un momento les había destinado a los curas. A sus compañeros los trataba con la paridad acostumbrada. Si a muchos un cambio en las circunstancias los domestica, a Salazar lo dispararon. Escaló hasta el nivel del reto y a partir de ahí no volvió a conocer descenso. La semilla de la ambición, que vive dentro de todo individuo, reventó en el pecho de Salazar. Desde entonces el consultor supo que estaba destinado a grandes cosas. Faltaba, únicamente, definir cuáles.
La historia a partir del doctorado es curiosa porque a este consultor, tan acostumbrado a someter las circunstancias a su voluntad, fueron el azar del destino el que lo condujo a su antojo.
En su regreso a Colombia, aceptó dirigir una maestría en el departamento de ingeniería de la Universidad de los Andes. Fue una decisión absurda para el alma inquieta de Salazar, a quien hoy difícilmente podemos imaginar satisfecho en medio del aire inmóvil de la academia.
No pasó mucho tiempo antes de que la decisión le pareciera también absurda al propio Salazar. La academia, en la que el tiempo reposa más de lo que avanza, era un hábitat equivocado para el acelerado consultor. Su intuición vaga, apenas en formación, de que había errado en el camino se hacía fuerte en el cerebro de Salazar y empezaba a producir la disonancia cognitiva que pronto probaría ser insoportable.
Cuando la mente humana está bajo el asalto inconsciente de la semilla de la duda, suele bastar con un episodio menor para reencauzar el rumbo vital del individuo. El episodio desencadenante de Salazar ocurrió en las aulas de la universidad, en la presentación de un informe que la firma consultora Monitor había preparado sobre la competitividad de Colombia. Durante la presentación, el desubicado profesor fusiló una y otra vez a los presentadores con preguntas inusuales, que mostraban un conocimiento especializado en el tema. Al finalizar, los presentadores se acercaron a su interrogador:
—¿Usted por qué sabe sobre La ventaja competitiva de las naciones de Porter? —le preguntó a Salazar uno de los consultores.
—Es que yo me leí ese libro el verano pasado —contestó Salazar.
El consultor de Monitor se quedó observándolo, perplejo ante la rareza de toparse con un tipo frentero, un espécimen que, para el gringo acostumbrado a la reverencia del colombiano, era inusual encontrar de este lado del trópico.
—Sabe que eso que usted dice es curioso —le dijo finalmente el norteamericano—. Dicen que ni el mismo Porter se ha leído ese libro.
La conversación se alargó. La perspectiva de Salazar sobre Colombia les interesaba a los consultores pues se nutría de la dualidad de haber sufrido el país desde adentro y de haberlo monitoreado desde lejos. Tal vez porque toda conversación con un estadounidense debe terminar en un trato de negocios o porque su interlocutor vio en Salazar a un académico extraviado de su verdadero camino, esta en particular culminó en una oferta de trabajo. Necesitaban un local que impulsara el cambio que Monitor pensaba dejar en la región y Salazar, agudo analista, parecía hacer fit perfecto. Capturado ya por la disonancia cognitiva del desubicado, Salazar aceptó la oferta sin pensar.
Más que entrar a trabajar a una empresa, al unirse a Monitor Salazar pasó a formar parte de una banda. Una banda de rock de gira por Suramérica, que realizaba informes sobre la competitividad de los países del continente olvidado. Su trabajo de esos años probó ser determinante. «Seguramente la consultoría que mayor retorno de inversión le ha dado al gobierno colombiano», dice Salazar. Un resultado significativo que, no obstante, fue menos relevante en la trayectoria vital de Salazar que lo que ocurrió en el transcurso de ese trabajo. Y es que de todos los días que duró la gira suramericana —y fueron muchos—, hubo uno que fue más importante que el resto. Uno que fue más importante que la suma de los otros. Un día estelar en el que Alejandro Salazar tuvo un aprendizaje fundacional y a partir del cual nada volvió a ser igual.
Toda banda de rock sabe que, entre vuelos y conciertos, se producen roces entre los miembros, desencuentros que se acumulan lentamente, heridas que se profundizan gradualmente como el agua que gota tras gota abre grietas en la piedra. Toda banda de rock sabe que llega un punto en el que el vapor copa por completo la olla y desata, con un chillido estruendoso, la crisis. Cuando las crisis reventaban en la banda de Monitor y no parecía haber solución en el horizonte, a la banda se la llamaba de vuelta al nido. En los headquarters de Cambridge, lejos de los calores húmedos del trópico, los miembros más senior de la compañía intentaban desactivar las tensiones.
Fue en una de esas vueltas al nido cuando ocurrió el momento fundacional de la verdadera carrera de Alejandro Salazar. En esa ocasión, le correspondió a Chris Argyris adelantar la terapia de la banda. Concluida la sesión y resuelta la confrontación, para cambiar de tema tal vez, Argyris invitó a Michael Porter, el fundador de Monitor, a que le contara a la banda sobre su más reciente proyecto. Porter había estado trabajando en un paper sobre estrategia, y ya por fin había completado el borrador. En el paper, les contó Porter, afirmaba que el fundamento de la estrategia era la escogencia. No, como se asumía por esos días, la planeación estratégica para realizar mejoras operativas.
En resumen, dijo Porter, strategy is choice. Estrategia es escoger. Epifanía.
Nunca unas palabras resonaron tanto en la mente del consultor. «Con ese paper, Porter derrumbó intelectualmente el edificio de la planeación estratégica», dice Salazar. Hasta entonces eso era estrategia: hacer planes sobre lo que una compañía va a hacer. Una disciplina que encontraba su punto de partida en la aspiración, «¿qué quiero ser?», y se aterrizaba en planes que indicaban el camino a seguir: mejorar la eficiencia de la planta, adoptar un nuevo sistema de información para reducir costos, etc. La propuesta de Porter era todo lo contrario: estrategia es escoger. No aspirar a mejorar, ni a parecerse a un competidor, sino escoger —realizar choices— para ser único.
Estrategia, plantea Porter en su legendario paper, no es acerca de volverse bueno en todo. Es, en cambio, acerca de renunciar a ser mejor que los competidores, de renunciar a mejorar gradualmente indicadores; es, en realidad, una disciplina que recae en ser único y profundizar aquellas capacidades distintivas sobre las que la compañía tiene ventaja.
Salazar, que había ya tenido la intuición de que los planes estratégicos no servían de nada, encontró en el paper de Porter soporte intelectual. La disciplina de la estrategia no parte de un plan, ni de un sueño: nace del hacer, de la realidad del mercado, y se concreta en la escogencia. Durante las siguientes décadas, Salazar iría contracorriente de un monstruo que, por ubicuo, generalizado y pasivamente aceptado, lentamente secuestraria a la gran mayoría de las empresas: la teoría de la planeación estratégica.
La idea seminal que transformaría la vida de Alejandro Salazar ya se había plantado en su cerebro. Pero nunca una idea alcanza su madurez en una mente si no se somete a la verdadera prueba de fuego: la del roce con la realidad. «La verdadera fecundación solo se produce en el cruce de una idea y una experiencia», escribe Stefan Zweig. Salazar tenía su idea, pero era improbable que asesorando a gobiernos pudiera fertilizarla como era debido.
Es ahí cuando ocurre el otro hecho fundamental en la trayectoria de Salazar: su trabajo, aunque destinado al beneficio de los gobiernos, implicaba necesariamente una conversación constante con las grandes empresas de esos países. En esa interacción, Salazar, el conversationalist¸ terminó, sin quererlo (pues era tan natural a él), siendo consultor para esas empresas. Aunque informales, esos ejercicios fueron lo suficientemente dicientes para que Salazar confirmara que el suyo era el plano de los negocios —no el de los Estados— y su oficio el de la consultoría empresarial—no el del académico, ni el de CEO (como su padre)—. La certeza le despejó la cabeza en el momento justo en el que el camino, como en su poema preferido The Road Less Traveled, se bifurcaba.
El fin de la aventura suramericana de Monitor, se suponía, era apenas el comienzo de la carrera de Salazar en la firma. A finales de los noventa, Monitor congregaba a las mentes más agudas del mundo de la consultoría: Porter, Argyris, Martin. El siguiente paso de Salazar, si se atendía a la inercia de su trayectoria, era el de asentarse en Boston y consolidarse como un jugador clave en el equipo de estrellas. Un futuro prometedor al que solo un hombre irracional rechazaría.
Si el prospecto era atractivo por sus propios méritos, era todavía más tentador cuando se lo comparaba con la alternativa: volver a la Colombia del 98. Un gobierno en crisis, un país sometido por la guerra, y una población sin esperanza. En fin, un Estado fallido por donde se le mirara.
El camino estaba bifurcado y Salazar alcanzaba a ver que, mientras uno de los senderos estaba pavimentado y bien señalizado, el otro, además de rústico, estaba plagado de huecos, y que las pocas señales que había le advertían al insensato que eligiera transitarlo de los peligros que le esperaban. Pocos locos habrían elegido el sendero colombiano. Ningún hombre cuerdo se habría adentrado en él. Pero la historia de todo hombre excepcional está construida sobre la base de decisiones irracionales. En ese momento, a Salazar le pesó más su identidad como colombiano que la promesa de una vida apacible en un suburbio gringo y escogió —tal vez nunca más cierto que en ese entonces— el camino menos transitado.
Al enterarse de la noticia, sus amigos, que ya se empezaban a instalar en Estados Unidos, y que no podían explicar la decisión absurda de quien ya para ese momento era padre de tres, solo atinaron a decirle dos palabras: «mucho salvaje».
Lo que no sabían sus amigos, y no por ello quiere decir que Salazar sí lo supiera, es que a quien permanece cuando todos huyen se le presentan unas oportunidades insólitas. Puertas otrora imposibles siquiera de tocar, mucho menos de abrir. A Alejandro Salazar, que empezaba su pequeña práctica de consultoría empresarial en un país en llamas, lo empezaron a buscar las empresas más importantes.
«Casos que nunca le llegarían a un tipo de treinta años que hoy monte su pequeña consultora», dice Salazar. Coca-Cola, ISA, Corona: empresas enormes que entraban por la pequeña puerta de la consultora incipiente y que buscaban a Salazar «no porque fuera especialmente talentoso, sino porque estaba solo».
En el desierto, el beduino no se permite el lujo de escoger entre oasis. A la primera señal de agua, se sumerge y sacia la sed. Mientras Salazar sentaba raíces, el resto ponía un último sello de salida en el pasaporte. Las compañías miraban a su alrededor y veían una sola fuente de agua en la aridez colombiana: un pequeño arroyo que desafiaba el sol incesante. No pasaría mucho tiempo antes de que el arroyo mostrara la verdadera potencia de su caudal.
Quien hoy se detenga a apreciar el gabinete de trofeos de Salazar puede ver, con nitidez, sus casos exitosos: las transformaciones de Argos, Corona, ISA. En su momento apuestas arriesgadas, hoy casos de estudio. Pero hay algo que escapa del ojo del admirador: esas primeras victorias no habrían existido de no ser porque, cuando todos se fueron, Salazar escogió quedarse. Nunca ha sido tan cierto que la fortuna favorece al astuto como en los primeros años de la firma de este consultor empresarial. Nunca ha quedado tan claro que la verdadera ventaja competitiva solo puede nacer de una dolorosa escogencia existencial. Salazar había renunciado a la comodidad, había desafiado el flujo natural de la migración latinoamericana, se había bajado del país de la libertad al que todos intentaban subirse, había rechazado el sueño más popular en la historia de la humanidad, todo para establecerse en un desierto, que, como Moisés, tendría que atravesar si quería aspirar a un futuro prometedor. La escogencia fue dolorosa. La recompensa, amplia. La lección, transparente: estrategia es escoger. Strategy —indeed¸ podríamos agregar— is choice.
Una idea puede estar cargada de potencial pero su verdadera potencia transformadora solo se revela bajo el rigor de la práctica. Salazar, la única alternativa de consultoría en un país desalojado, pudo plantar su idea en los suelos fértiles de clientes a los que en circunstancias ordinarias nunca habría podido acceder. Fue en esas primeras sesiones oficiales de consultoría en las que Salazar empezó a exhibir su rareza. No les hablaba a sus clientes de planes ni de metodologías, no les prometía entregables ni acomodarse a estrictos calendarios. Pronto sus clientes entendieron que contratar a Salazar era poco más que pagarle por conversar. Acto modesto en apariencia, en especial cuando se le compara con la parafernalia de las metodologías que ofrecían los demás consultores. Pero esas conversaciones con Salazar no se parecían a nada que hubieran visto antes. Esas conversaciones inusuales, extensas y estresantes, tomaban por sorpresa hasta al más curtido de los gerentes y desataban reacciones inesperadas en sus organizaciones.
Salazar llega a las sesiones con una idea en mente. Es una idea que no cambia, que no se acomoda a los clientes. Una idea que se ha mantenido intacta en su esencia durante décadas. Una idea que se cultivó en su mente y luego con sus clientes encontró expresión y probó su verdadera potencia. Esa idea, originada en el legendario paper de Porter, complementada por los aportes de Minzberg, refinada lentamente en miles de horas de práctica, garantizaba que lo que Salazar podía hacer por sus clientes no lo pudiera hacer nadie más.
Porter había dicho que estrategia es escoger. Minzberg, que había dos tipos de estrategia: la deliberada y la emergente. Salazar se había obsesionado por entender cómo se unificaban esas ideas bajo una teoría poderosa y cómo esta se aterrizaba en la estrategia de una compañía.
Una verdadera estrategia empresarial, entendió Salazar, solo puede nacer de una serie de conversaciones existenciales. La estrategia no puede ser planeada porque no hay plan que resista al choque con la realidad. El hacer de la compañía produce resultados, imposibles de prever, que señalan las ventajas de una organización en la realidad. La estrategia, en ese sentido, emerge del choque con el mercado.
Por eso la sorpresa: las conversaciones que suscitaba Salazar no servían para confirmar lo que los gerentes sabían. Ni siquiera lo que intuían. En las sesiones con Salazar surgían temas imprevistos. Solo conversando en territorio inexplorado se hizo explicito que la verdadera oportunidad para Argos, uno de sus clientes, estaba en salirse del negocio del carbón y convertirse en una cementera internacional. Era una realidad que vivía escondida en las cifras, que no figuraba en la visión ni en la misión de la empresa, y mucho menos en los planes estratégicos. Ni siquiera hacía parte de las conversaciones que se tenían dentro de la organización. Fue solo en las sesiones de consultoría con Salazar cuando se permitió que el resultado emergente —la exportación prometedora de cemento de Argos a Estados Unidos— se hiciera latente.
Pero el rol de Salazar no es apenas el del facilitador. El arte de su oficio no se agota en la conversación. Eso haría de su ejercicio profesional una trivialidad. Lo suyo no es un método fácilmente replicable: es una filosofía que exige pericia del practicante para que se despliegue en todo su esplendor. Cada consultoría de Salazar supone una mezcolanza de ingredientes escasos: la conversación existencial para revelar los resultados emergentes, la perspectiva única del artista —Salazar— para entender las mutaciones organizacionales que deben llevarse a cabo, el coraje para asumir las escogencias que siempre son difíciles y dolorosas. Esa es la filosofía de la estrategia emergente. Esa es la idea que ha movido, durante la mayor parte de su vida, a Alejandro Salazar.
En sus sesiones de consultoría, Salazar logra estresar a sus clientes. Un efecto, sin duda, de su largo e incesante rodeo de tiburón a la mesa de juntas. Pero el estrés no es apenas un efecto colateral de trabajar con Salazar. Es una condición para alcanzar el clímax de un ejercicio de estrategia emergente. Solo un cuerpo sometido a altos niveles de estrés puede romperse para dar lugar a nuevo tejido. La ruptura —el breakthrough— es el pináculo de la práctica de Salazar. Solo con un rompimiento existencial puede surgir una nueva organización. La consultoría de Salazar no se hace para mejorar procesos de la organización, ni para implementar una nueva estrategia. A Salazar se lo contrata para morir. Y nacer de nuevo. Para pasar de ser una compañía que participa en el mercado a una que gana en el mercado.
Durante buena parte de las sesiones, el rito de muerte parece estancado. El tiburón hace sus rodeos, pero parece indeciso de atacar. La conversación parece atrapada en una dinámica circular en la que las cuerdas vocales de los presentes se desgastan repitiendo cosas que ya se han dicho y preguntando, otra vez, por hechos que ya se han establecido. Pero el rodeo del tiburón no es mera sevicia. La oportunidad para atacar —lo sabe Salazar— tiene que ser la justa. La paciencia, curiosamente uno de los principales rasgos de este acelerado consultor, le permite empujar al cliente al punto límite. Cuando llega el momento, cuando todas las voces callan, cuando las defensas sucumben al cansancio y se descubre que Argos podría ser mucho más que simplemente una juiciosa compañía de carbón local —pero que una internacionalización ambiciosa exigía vender el carbón que tenían (que estaba en precios históricamente altos) para dedicarse al cemento—, que ISA, aunque en apariencia era una compañía que provee energía, guardaba su verdadera ventaja en el hecho de ser capaz de transportarla en un país partido por tres cordilleras y plagado de grupos guerrilleros, es en ese momento en el que ocurre la ruptura fundamental, el mordisco fatal del tiburón: el breaktrough.
En ese momento Salazar siente algo similar a lo que siente el artista: en unos segundos de iluminación estética ha reinventado el mundo. A partir de ahí nada vuelve a ser igual. «Es la famosa frase de Thomas Khun», dice Salazar: «cuando rompes un paradigma cambia el mundo». A partir de ese momento no hay manera de volver a ver el mundo con los ojos de antes; el lente ha cambiado y la única dirección es hacia adelante. Tan es así, dice Salazar, que «si hay que hacer un esfuerzo para convencer a un gerente sobre una estrategia, no es en verdad una estrategia».
Pero la nueva consciencia organizacional no basta. Se necesita coraje. «Yo me he dado cuenta que nosotros en realidad estamos en el negocio del coraje», dice Salazar sobre su firma consultora, que apropiadamente ha llamado Breakthrough. Coraje para asumir el hard choice. Para practicar la estrategia, que no es otra cosa que escoger. «Estrategia no es escoger entre algo bueno y algo malo», dice Salazar. «Eso sería trivial. En estrategia siempre se escoge entre opciones prometedoras». Para Argos asumir el choice implicó una mutación dolorosa. Salirse del negocio del carbón, en contra del criterio de los analistas macroeconómicos, en contra —más importante— de la inercia corporativa que lucha siempre por mantener el giro ordinario de los negocios. Para sus clientes, Salazar es el umbral. Después de atravesarlo no se vuelve a ser el mismo de antes. En esas sesiones de consultoría las compañías mueren para volver a nacer. Argos era uno antes y otro después de Salazar. ISA era una antes y otra después de Salazar. Su éxito actual requirió el sacrificio mayor: ofrendar en alma y cuerpo a la anterior organización.
La manera única en la que Alejandro Salazar ha hecho consultoría durante más de treinta años se explica desde la teoría que recoge todas las aristas de su ejercicio: la escogencia difícil, los resultados emergentes, las mutaciones no planeadas, la nueva estructura organizacional. La teoría de la estrategia emergente ha sido el sustento de su práctica, el sustrato de sus clientes para llevar a cabo grandes transformaciones, y la gran hija intelectual de Salazar. En el 2021 la plasmó en su libro, La estrategia emergente y la muerte del plan estratégico. Allí reposa, por primera vez fuera de la mente de Salazar, la teoría que produjo algunas de las transformaciones más icónicas en las grandes compañías colombianas. En el libro, Salazar expone las fallas de la planeación estratégica y elabora la idea de la estrategia emergente. En él, explica la manera como se producen y revelan los resultados emergentes, cómo se llega a los choices, y cómo se organiza una compañía para ganar en el mercado.
La idea que reposaba en la mente de Salazar se fecundó en la práctica. Su teoría sobre la estrategia nació en el rodeo del tiburón. En el punto de venta, como le gusta decir a Salazar. «Yo no me senté a reflexionar sobre una teoría, sino que caí en la cuenta que yo aplicaba una teoría. Y entonces lo que hice fue ponerle nombre».
Alejandro Salazar no es el típico consultor. No está al tanto de las tendencias del mercado. No se capacita en las últimas metodologías. No encuentra valor en poner a los equipos ejecutivos a armar torres de LEGO, ni en hablarles del design thinking. De su rigor intelectual no se salva ni la transformación digital, tema que hoy domina el discurso, y que Salazar encuentra como una moda que eventualmente se agotará. Al final, lo sabe Salazar, las ideas que sobreviven son las robustas: las buenas ideas, que se han cocinado a fuego lento, como la de la estrategia emergente.
En caminatas incesantes —impacientes, dirían sus clientes— alrededor de las salas de juntas, Salazar ha demostrado una y otra vez lo perenne de su idea. Era válida en los noventa y lo sigue siendo treinta años después. El mundo puede haber cambiado, pero la fábrica de la realidad, la naturaleza humana, y las fibras del sistema capitalista permanecen intactas. Lo decía ya André Maurois: «Si decorados y costumbres se transforman, las pasiones humanas cambian poco».
Con el cambio de decorados se depuran las modas metodológicas de los consultores y se desvanecen las tendencias del mercado. Y es ahí cuando permanece lo robusto: la filosofía que por atemporal está anclada a la estructura de la realidad y sobrevive a los vientos tendenciosos de las épocas. Alejandro Salazar ha hecho carrera a partir de una sola idea, una gran idea. Y no porque no haya sabido adaptarse a los tiempos cambiantes. Lo ha hecho porque, cuando se tiene una idea perenne, no hace falta desecharla. Todo lo contrario: lo que corresponde es profundizar en ella: reforzarla y seguir, día tras día, mes tras mes, año tras año, década tras década, practicándola.
De Salazar impresiona su confianza en él mismo. Es una confianza inusitada. Parece tener tan pocas dudas como el más convencido hombre de fe. Y es que Salazar es un hombre de fe. Fe en su visión del mundo, que lo mantiene indemne frente a modas y tendencias, críticas y ataques y, más importante, le ayuda a organizar la información que hoy abunda. A Salazar no le hace falta recordar los cincuenta libros que en promedio lee en un año; le basta con organizarlos alrededor de su teoría unificadora. Con su entendimiento del mercado, del capitalismo, de la producción de valor y de la estrategia empresarial, Salazar puede abstraerse de los vaivenes de un entorno cambiante y avanzar con certeza y confianza.
Ya desde muy temprano se le sabía un joven confiado. If you believe in yourself, the rest will —si confías en ti mismo, los demás también lo harán—, recuerda haberle escuchado decir uno de sus compañeros universitarios. Pero la confianza incipiente del joven que tiene fe de estar cumpliendo un destino grandioso no es la misma del adulto experimentado. La confianza de hoy encuentra fundamento no en hormonas juveniles, sino en algo más duradero. Hoy Salazar exuda confianza pues es un hombre de una idea poderosa.
Si Alejandro Salazar tuviera más de una idea no sería Alejandro Salazar. No podría hacer lo que hace. No tendría la convicción necesaria para ayudar a cambiar el rumbo de las compañías ni la fuerza para alterar la conversación empresarial con su libro. La singular idea lo llena de certeza, pero lo obliga a la vez, como a todo verdadero creyente, a denunciar herejías. Así ha hecho con la teoría de la planeación estratégica, con la transformación digital, y así lo hizo también en aquel almuerzo del Foro de Presidentes cuando la empresaria salió a predicar esa nueva teoría, hoy ubicua, de la consciencia social y ambiental de las compañías. Alerta a herejías, a Salazar no le quedó de otra que pararse de su puesto y denunciar una vez más.
Este es uno de sus aspectos más controversiales. El capitalismo, muchos han concluido, no basta. Las empresas deben ir más allá de la generación de utilidades y enfocarse en generar impacto positivo en la sociedad. La consciencia social empresarial parece ofrecer una ruta para tratar con los grandes retos globales del siglo XXI. Pero para Salazar estamos frente a otra teoría fallida.
Las empresas, finalmente, no son generadoras de utilidades, sino de valor. Y operan bajo un algoritmo maravilloso, el capitalista, que ha sobrevivido a la prueba del tiempo y demostrado su razón de ser. «El algoritmo capitalista», dice Salazar, «le quita la caja a lo no valioso y premia con caja a lo valioso y lo escala». El capitalismo, dice Salazar, es un sistema íntimamente conectado con el valor y que además invita a la creación de más valor. Por eso las compañías que imitan a otras, que compiten copiándose, que no son únicas porque no tienen una verdadera estrategia, son castigadas por el sistema. «Porque el sistema te obliga a crear nuevo valor, a diverger», dice Salazar.
Es la creación de valor la que mejora la vida de las personas. Y el capitalismo el sistema óptimo para conseguir ese objetivo. Su argumento puede ser un trago amargo, pero no le falta razón. Los últimos doscientos años de progreso inusitado lo respaldan y le hacen pensar que los retos globales de nuestro siglo se resuelven no con una nueva consciencia altruista sino con la vieja formula probada de la generación de riqueza.
Para Salazar, la generación de valor es la generación de riqueza y esa es la verdadera responsabilidad social. Las empresas entonces deben obsesionarse no por adoptar los discursos de moda, sino por ser valiosas. Solo así pueden vincularse al algoritmo capitalista, generar riqueza y bienestar, y resolver los retos de la humanidad. Todo eso, les dirá el hombre de una idea, solo es posible desde la ejecución de una verdadera estrategia.
Parte III: La energía del genio
En sus primeras semanas de doctorado en la universidad Northwestern, Federico Dehesa, mexicano, recuerda que estaba divagando, absorbiendo la belleza del campus universitario, cuando lo interceptó una figura que le tomó un tiempo en identificar. Se trataba de Alex, también mexicano, a quien había conocido en la semana de inducción.
—¿Sabes, Federico? —le dijo de entrada su colega— Ayer estuve conversando con tu roomate colombiano y tengo que decirte: ¡me dejó exhausto!
A Dehesa la noticia no lo tomó por sorpresa. Desde el preciso momento en el que había conocido a Alejandro Salazar, tres semanas atrás, ya había advertido que su roomate era un tipo al que le sobraba la energía. «Parecía un dínamo», recuerda Dehesa. «Exudaba confianza en sí mismo. Exudaba seguridad. Exudaba ambición». Era un drive vibrante, me cuenta Dehesa, el que movía a Alejandro Salazar.
Pero si el nivel de energía de Salazar en su doctorado era inusual, lo absurdo, lo inexplicable, es que hoy, treinta años más tarde, parece haber aumentado el caudal de su energía. Cuando la entropía dictamina el decaimiento energético, cuando la regla es que los jóvenes pierden su fuerza vital con los baños de realidad de la adultez, cuando lo normal es que el trajín vibrante de la adolescencia agote la abundancia de energía, ahí está el ejemplo de Alejandro Salazar para constatar que, a unos selectos pocos, la entropía ofrece tregua y en vez de envejecerlos, los añeja.
Las sesiones de consultoría de Alejandro Salazar son legendarias por su intensidad, pero también por su duración. A veces duran nueve horas. Nueve horas de absoluta intensidad y concentración en las que incluso los milennials más sofisticados, los consultores juniors criados en la era de la optimización energética, que crecieron en medio del auge del milagro metabólico, que ayunan y suplementan su dieta con alicientes energéticos, incluso esos milennials no aguantan el ritmo incesante y empiezan a decaer. «Después del pasabocas, cuando la gente está declinando, yo mantengo la tensión», dice Salazar. Cuando los párpados se vuelven pesados, las neuronas se desconectan y los pensamientos se dispersan, ahí sigue el tiburón en su rodeo paciente de la mesa de juntas. «La gente me pregunta: “¿usted como no salió fulminado de esa sesión? Nosotros desde las dos de la tarde ya estábamos acabados”». Una pregunta válida cuando se tiene en cuenta que el consultor supera los cincuenta años. «Porque me fascina», contesta Salazar, hombre que ha encontrado su elemento. «Yo entro en estado de flow y se me pasa el tiempo».
Su desgaste energético es enorme. «Pierdo tres libras en una sesión», dice Salazar, «lo mismo que perdía Pelé en una semifinal de la Copa del Mundo». La diferencia, claro está, es que si en la evolución del futbolista la entropía es evidente —el Pelé que ganó la copa del mundo a los casi 30 años no era el mismo joven vigoroso que se consagró por primera vez en el 58 —, en la evolución del consultor parece que no hubo entropía que hiciera de pies ligeros unos pesados. Y es que es impreciso hablar de desgaste energético cuando se intenta explicar el metabolismo de Salazar. Su energía no se gasta. Todo lo contrario: con cada sesión, con cada vuelta al sol, el caudal parece rellenarse y rebosarse. Alejandro Salazar es el Benjamin Button de la energía. Y la pregunta es: ¿por qué?
«El hombre más fuerte es siempre el hombre de una sola idea», escribe el maestro Stefan Zweig como si quisiera responder nuestro interrogante, «porque todo lo que atesora de fuerza, energía, voluntad, inteligencia y tensión nerviosa lo invierte única y exclusivamente en una dirección, con lo que crea un ímpetu que pocas veces el mundo puede resistir».
Cuando Federico Dehesa conoció al Salazar candidato a doctor, reconoció una energía excepcional, pero no del todo inusual en un joven ambicioso. Cuando se reencontró con él, treinta años después, conoció la energía de un enfocado. Toda esa ambición, toda esa confianza en él mismo, toda la motivación de un high achiever, Salazar la canalizó en una dirección: la de la disciplina de la estrategia.
Alejandro Salazar es el hombre de una sola idea de Zweig, el que crea un ímpetu que pocas veces el mundo puede resistir. «Mi hijo, que le encanta el futbol, me dice: papá, vos sos una especie de Garrincha: siempre te sacás a todo el mundo por el mismo lado, pero te los sacás». La leyenda, me explica Salazar, es que Garrincha, jugador brasilero, tenía una pierna más larga que la otra, lo que lo obligaba a usar la misma maniobra para evadir rivales. «Los laterales sabían por dónde se los iba a sacar, siempre por el mismo lado, pero siempre se los sacaba». ‘Reinventarse’, otro de los discursos de moda, también tiene sin cuidado a Salazar. ¿Para qué cambiar la gambeta exitosa?
Salazar ha descubierto la verdad del caso Garrincha: la gambeta del futbolista no era un truco barato, sino un verdadero acto de magia. El truco engaña momentáneamente, pero una vez se descubre el artificio pierde su poder. El acto de magia, aunque se repita una y mil veces, no pierde efectividad. La gambeta de Salazar es bien conocida. Con su libro La estrategia emergente es, incluso, pública. Pero eso no quita que la vasta mayoría de sus clientes sean recurrentes; no se cansan de ver —de necesitar— el acto de magia. Por su parte, a los imitadores de Salazar, que han intentado replicar la magia, les ha tocado conformarse con un truco barato y, en no pocos casos, mal ejecutado.
Finalmente —y aquí más que nunca cobra relevancia la teoría de Salazar— su estrategia profesional solo ha podido partir de su propia identidad. «Yo creo que cualquier caso de estrategia que no parta de un entendimiento profundo de la identidad está condenado a fracasar», dice Salazar. Aplica en empresas y aplica también en la vida profesional. Los resultados que obtuvo Salazar de la prueba de talentos de Gallup muestran una combinación que «de golpe son malísimos para ser CEO de una empresa, pero ideales para un consultor. Me salió que era estratégico —la capacidad de ver patrones donde otros no los ven—, activator —resolver la incertidumbre con acción— y el talento de input —acumulación fáctica—». Ese amalgama único de talentos garantiza —para hablar en términos de estrategia— el posicionamiento de Salazar. Imposibilitan su clonación y disuaden su imitación.
Pero volverse único en un mercado, llegar a la intersección entre diferenciación y relevancia, no es un proceso inevitable. Hace falta deliberación, autoconocimiento, y mucho foco. El escenario en el que se mueve Alejandro Salazar es estrecho, allá en la cima del oficio donde solo se admite a los top consultants. «Acordate», me dice y como no quiere que estas palabras se me escapen me espera a que haga contacto visual, «una cosa es hacer consultoría y otra ser un top consultant. Eso sí es una disciplina. La consultoría, como decía un cliente mío, es el rebusque de los ricos». Se ríe y remata diciendo que los verdaderos consultores top escasean en un mundo de charlatanes.
A la cima de la consultoría solo llega quien ha sabido profundizar sus fortalezas. Y hacerlo exige renunciar a taponar las debilidades. Salazar, por ejemplo, nunca se ha leído un contrato completo, ni sabe hacerles seguimiento a sus empleados. A él le gusta consultar, no administrar una consultora. «Mi suegra le decía a mi mujer cuando me conoció: “Mija, si él no fuera muy inteligente habría sido brutísimo, porque tiene un síndrome de déficit atención fatal”». Consciente de sus limitaciones, Salazar ha sabido triunfar no a pesar de ellas, sino a causa de ellas. Y es que todo reconocimiento de las falencias lleva a la reflexión necesaria de las propias fortalezas y a la conclusión de la importancia de conciliarse con las primeras y jugar desde las últimas: «Yo creo que lo que la gente exitosa hace es llevar su vida a la zona de ventaja», dice Salazar.
Una cosa es tener abundancia de energía y dilapidarla en los vaivenes de una personalidad dispersa. Otra muy diferente es desplegarla en la zona de ventaja. He ahí la magia verdadera de Salazar: son décadas de trabajo concentrado en un campo de juego limitado; en una sección mínima de la amplia cancha de futbol en la que un alero, de nombre Garrincha, sabe que podrá vencer una y otra vez al lateral del equipo contrario. Ahí reside la explicación al misterio de la energía imposible de Salazar: en unos pocos metros de la cancha de futbol perfectamente medidos, en una gambeta perfeccionada en cientos de miles de horas de práctica y que no hace falta ‘reinventar’, en un acto de magia que no deja de asombrar al espectador que compra boleta por segunda y por tercera y por cuarta vez. El secreto suena trivial por lo simple: «acción masiva en pocos focos». Esa, dice Salazar, es la marca de los verdaderos estrategas.
Es la concentración la que garantiza que Alejandro Salazar nunca tendrá clones. Nadie podrá alcanzar a quien ha desplegado enormes cantidades de energía en pocos focos, a quien ha sabido profundizar unas cuantas capacidades instaladas —la capacidad de ver patrones, acumular información relevante, resolver la incertidumbre con acción, enmarcar conversaciones complejas— durante gran parte de su vida. Pero a Salazar lo tienen sin cuidado los imitadores. Cuando se conversa con él se advierte en las palabras que salen de su boca, primero despacio, luego —cuando entra en estado de flujo— a un ritmo acelerado, que casi ninguna recae sobre competidores. Como buen estratega, su foco es en él mismo. Su punto de partida es su identidad y su ojo está puesto en lo que él puede lograr. «Yo creo que uno vino a hacer cosas que solo uno puede hacer», dice el consultor y me obliga a hacerle la pregunta que me incomoda hacer: «¿Y qué sentís que te queda por hacer?».
A la respuesta la precede un silencio, el más largo desde que empezamos las entrevistas para este perfil. Cuando lo rompe no me habla de empresas con las que sueña trabajar, ni de expandirse a otros países y crecer su firma: me habla de Colombia, tal vez su gran amor. De sus ideas para el país, claras en su mente, confiado de su utilidad, pero impracticables por una sencilla razón: «la inhabilidad del consultor está en el hecho de que uno es totalmente inocuo sin el cliente correcto. Podés saber cosas y verlas, pero si no tenés el cliente, sos inocuo».
¿Quién es el cliente para determinar la estrategia de un país?, ¿el presidente?, ¿el gobierno de turno?, ¿el Departamento Nacional de Planeación, la entidad por cuyo nombre y filosofía entra directamente en la lista negra de Salazar? No hay cliente para ese problema. «No te imaginás lo duro y lo vacío que se siente eso», me dice el consultor.
Es la impotencia intelectual. Las maquinaciones de Salazar, la potencia cerebral que ha dedicado a la patria, su gran amor, no encuentran salida. No hay conducto que las pueda hacer realidad, viven encerradas en el cerebro del consultor y se deshacen como un AlkaSeltzer: no sin antes efervecerse en una reacción eléctrica de burbujas.
La otra pregunta que me queda por resolver es la que dio origen a este perfil: ¿qué llevó a Alejandro Salazar a pararse en ese almuerzo y empañar el discurso inspirador de la empresaria? Esta, desafortunadamente, no se la puedo hacer a él directamente pues él no sabe que yo sé. Solo se enterará una vez lea estas palabras. Me aventuro entonces por una tercera hipótesis: tal vez a Alejandro Salazar lo que lo paró de su puesto esa tarde no fue su irreverencia, ni su confianza en su visión del mundo. Tal vez lo que lo conminó a decir algo fue nada más especial que su superávit de energía. Alejandro Salazar me recuerda las palabras que el crítico francés Leon Balzaggette dedicó al entonces presidente de Estados Unidos Theodore Roosevelt:
Vivir, para él, no tiene otro sentido que el de empujarse a sí mismo, el de actuar con toda la fuerza que tiene a su disposición.
Que Alejandro Salazar se haya parado en ese almuerzo pudo haberse debido a la simple razón de que el dínamo humano necesitara desplegar algo de energía después de horas de quietud y de discursos insípidos, de tragarse con la boca cerrada las últimas tendencias de moda, sin piso ni efectividad, con las que además no estaba de acuerdo, y que habían convertido el superávit de energía que ya desbordaba en su interior en la impaciencia del consultor.
Cierre
De Alejandro Salazar son muchos los elementos que me llaman la atención: su profundidad conceptual —«receptive to the point of genuis» (receptivo al punto de la genialidad), como decía H.G. Wells sobre Roosevelt—, su capacidad de hilar argumentos complejos sobre la marcha, su energía rebosante que crea tensión incluso en los momentos de mayor calma. Pero tal vez lo que más me llama la atención es que, en la era de la dispersión y de la desconcentración, todavía exista un hombre que encarne la figura mitológica de la que escribía Zweig: el hombre de una sola idea.
¿Cuántas personas hoy vivas destinan su vida a una única idea? La mente se esfuerza en rastrearlas, pero vuelve con las manos vacías. Y es que, además de que las tecnologías nos han averiado y hecho casi imposible la concentración, somos, finalmente, hijos del alma de la Ilustración. Creemos, tan ingenuamente como nuestros antecesores, que el mundo está a nuestro alcance y peor: que es cognoscible. Creemos poderlo entender todo sobre todo y en ese curso confundimos curiosidad superficial por iluminación verdadera. En esa confusión, Alejandro Salazar —hombre de una gambeta— aprovecha la oportunidad asimétrica: la de afincarse maniáticamente en su idea. Sumergirse en su profundidad y descubrir que el buzo que baja en línea recta no restringe la riqueza del mar sino que se da la oportunidad real de apreciarla.
Puede ser que después de todo Alejandro Salazar no sea tan especial como lo he pintado. De golpe uno quita el velo del engaño —el del tiburón que rodea, el del esteta que reinventa el mundo con una ruptura, el de la mente que opera a toda máquina y la lengua que ataca sin compasión— y no quede detrás del genio del consultor más que una explicación del todo mundana: Alejandro Salazar es un tipo enfocado.
Es ahí donde reside el genio de Salazar: ha llevado el juego a la zona de ventaja, a la zona de la cancha donde su identidad puede brillar. Su magia está en jugar pegado a la línea lateral, los pocos metros que han servido de cementerio para más de una cadera de lateral, y en aguardar pacientemente para, en el momento preciso, romperle la cadera a otro lateral, una vez más.
Solo con un enfoque despiadado habría podido Salazar desatar lo que ha desatado. Solo un tipo obsesivo podría haber transformado con la potencia de su cerebro algunas de las empresas más relevantes de un país. Solo uno que se ha dado el lujo de cavar más hondo que nadie en las profundidades de una idea poderosa podría haber alterado, con su best seller La estrategia emergente, la discusión sobre estrategia y empresas.
Pero si las páginas de la historia saben bien documentar hechos, suele ser el caso que de ellas escapen lo que cuestan. Y es que la ambición a ese nivel se paga a un precio alto. Yo soy terriblemente ambicioso, me admite Salazar, pero pago esa ambición con foco. Pagar la ambición con foco. La frase me retumba.
En su carrera, el consultor ha visto cientas de empresas ambiciosas, que, por desenfocadas, terminan muriendo. El éxito no lo sostiene la ambición, lo sostiene el foco. El foco. El foco. Qué palabra tan curiosa, apenas cuatro letras para enfrascar algo tan potente, tan esquivo, tan doloroso.
Me surge otra pregunta que me revuelve el estómago. No la quiero hacer y precisamente por eso sé que la tengo que hacer. «¿Y cuál ha sido el precio de tu ambición?», le pregunto al consultor. La crudeza del silencio que sigue hace que el anterior silencio parezca en comparación un mero simulacro. Toma aire y lo veo, por primera vez, sereno. He domado la bestia, pienso, pero me ahorro el comentario. Si no guardo yo también el silencio, si no mantengo la tensión, puedo arruinar lo que está a punto de pasar. La respuesta que veo venir.
«He tenido toda la vida la percepción de que soy un tipo difícil, un tipo áspero, complicado», dice Salazar. Las palabras salen suaves, casi dulces. No son las palabras amargas del hombre que se castiga por ser quien es. Son palabras compasivas de quien ha hecho las paces con su espíritu. Me habla de sus clientes: «los estreso». Su presencia no calma a nadie, ni siquiera a él mismo. «Tres días conmigo pueden ser una cosa que te deje exhausto. A mí me toca toda la vida conmigo».
La frase es fuerte pero es apenas un calentamiento para la que viene.
Finalmente dice lo que quiso decir desde que le hice la pregunta incómoda: «Me han dejado mujeres. Me han dejado socios. Me han dejado consultores. Me han dejado hermanos», me dice y hace una pausa. «Ese es el precio», concluye y me da la sensación que no hay nada más por decir.
Alejandro Salazar no entiende bien qué es lo que le pasa. Su perspectiva vale millones de dólares pero no le sirve de nada a la hora de entender por qué cae una y otra vez en los mismos patrones. En sus sesiones arregla hasta problemas familiares pero no puede ser su propio consultor. «Yo no sé si eso es asperger o que», dice. «Es estar realmente dedicado e interesado en una idea al punto que uno deja de ver cosas. Me he equivocado muchas veces en la vida porque no he visto cosas evidentes por estar concentrado en otra cosa». Alejandro Salazar, se sabe ya, no entiende que está poseído. Además, esto lo noto yo, no ha leído todavía a Zweig, de lo contrario sabría que a todo aquel que está poseído por una única idea, ningún precio le parece demasiado alto.
Recomendación de la semana
Columna: La libertadora por Andrés Caro
Me da susto decirlo porque se lo cree, pero el nivel de Andrés Caro columnista es tremendo. Esta sobre Maria Corina Machado es en mi opinión su mejor hasta el momento y es muy buena para enviársela a ese amigo extraviado en el chavismo que cree que lo de Venezuela es un asunto de derecha vs izquierda.
Esta semana en Atemporal: No hubo Atemporal porque el festivo se cruzó con la programación habitual. Aprovecho para rescatar el episodio con Juan Ricardo Ortega, que volví a escuchar hace poco para preparar otra entrevista y me pareció tan bueno. Hoy viéndolo en retrospectiva me doy cuenta que fue gracias a Ortega que Atemporal cogió la forma y el ímpetu que tiene hoy.
Qué delicia leer esto. Bien escrito, oportuno y muy revelador. Entiende uno mejor la genialidad de Salazar. ¡Gracias Andrés!
Muchas frases e interesantes reflexiones en este texto Andrés. Me gustó mucho esta columna. Me voy con este fragmento, aunque hubo demasiados para recordar: "En su carrera, el consultor ha visto cientas de empresas ambiciosas, que, por desenfocadas, terminan muriendo. El éxito no lo sostiene la ambición, lo sostiene el foco. El foco. El foco. Qué palabra tan curiosa, apenas cuatro letras para enfrascar algo tan potente, tan esquivo, tan doloroso". Un abrazo