Washington DC es la ciudad de los muertos. Cada edificio, monumento, y hamburguesa famosa existe para rendir homenaje a un estadounidense que ya murió. Es el centro del poder en Estados Unidos y está repleto de fantasmas. Creo que eso dice algo.
Estuve en Washington y mi turismo se limitó a los muertos. Empecé por el cementerio de Arlington; entre las interminables filas de tumbas de mármol escuché trompetas fúnebres. Vi grupos de niños uniformados, en edades en las que uno entiende demasiado poco, pararse con la espalda recta y la mano firme contra la sien para honrar a un soldado anónimo como si fuera el más importante de todos. Pasé al museo de historia americana y rematé el tour con los memoriales: el de Vietnam, el de Lincoln, el menos visitado pero igualmente imponente memorial de Franklin Delano Roosevelt, que, a juzgar por las cascadas y los árboles de cerezo que lo rodean, pareciera haber sido inmortalizado —irónicamente— en Japón.
Lincoln fue el primer presidente mártir. De él se desprende una triste tradición de presidentes asesinados durante su mandato: Garfield, McKinley, y John F. Kennedy. Esa tradición se suma a la de presidentes que mueren en el cargo. Entre ellos el más sentido por los estadounidenses fue Franklin Roosevelt, pero la muerte más absurda fue la de William Henry Harrison —el primer presidente de ese país en morir durante su mandato—, que no quiso resguardarse de un aguacero torrencial y en cambio subió a la tarima para dar su discurso sin siquiera protegerse con una chaqueta. Esa muestra de virilidad le resultó en una pulmonía y más que probar la vitalidad del presidente la puso a prueba, y terminó por resaltar, en cambio, la virulenta vigorosidad del aire frío.
Una carga gloriosa. Así sintetiza un historiador lo que implica la presidencia de los Estados Unidos. Un trabajo complejo como ninguno, al que se llega no sin antes haber ofrecido grandes sacrificios y cuya cuota de sacrificio se vuelve todavía mayor para quien ocupa la oficina oval. Es apenas consecuente que para liderar una nación cuyo relato se basa en el sacrificio, se le exija al individuo haber hecho un enorme sacrificio personal o —cuando menos— estar dispuesto a hacerlo. Quizás el caso arquetípico sea el de Franklin Roosevelt, que tuvo que reponerse de Polio —enfermedad que lo dejó definitivamente parapléjico— para llegar a esa oficina, y que luego murió tras haber sacado a Estados Unidos de la Gran Depresión y haberlo guiado durante la Segunda Guerra Mundial. La muerte en el desarrollo del deber —que los militares de ese país llaman el sacrificio último— es central al relato nacional. Según esa narrativa, los soldados que han muerto en las guerras que ha librado Estados Unidos no han muerto: han pagado el precio por la libertad. Ese es el verdadero deal americano. Se paga un precio, se obtiene algo a cambio. Entre más elevada la meta, mayor el precio a pagar. El noble objetivo de derrotar el nazismo exigió el ultimate sacrifice de no menos de 417,000 soldados estadounidenses. Es una ecuación, la del precio-recompensa, que se rompió con Vietnam. Se pagó un precio alto —58 mil soldados— y se obtuvo nada a cambio.
Lo único que quedó para mostrar tras la guerra de Vietnam fueron nombres. Cincuenta y ocho mil nombres grabados impecablemente en un muro oscuro. No supe de qué material está hecho el muro, pero es uno que no admite el reflejo. No hay forma de verse en medio de los nombres de los muertos. Hace parte de la solemnidad del memorial: un muro para quienes pagaron en el último precio; no para turistas.
Busco mis apellidos en el muro y encuentro cinco Acevedos y solo un Niño (aunque es, para ser precisos, un Nino). No siento nada. Nada me ata a esos nombres —a esas historias— salvo el apellido. Siento, eso sí, que debo mantener una mirada grave y las manos abrazadas detrás de la espalda. Es la actitud solemne que se requiere en presencia de los muertos y así lo recuerdan los letreros que rodean el memorial que —¡vaya envidia!— bastan para que los visitantes hagan caso.
Pienso —me resulta inevitable por estos días— en la diferencia con Colombia. En Colombia también hemos pagado el precio —el último precio— y también hemos obtenido recompensa (a menos que les parezca poca cosa el hecho de que Colombia haya sobrevivido a pesar de todo pronóstico). La diferencia, concluyo, es que en Bogotá, el corazón del poder, no tenemos un muro del estilo. Tenemos nombres de quienes han pagado sacrificios, de hecho nos sobran, pero no tenemos dónde escribirlos.
Se me ocurre que al ver nombres colombianos sí lograría sentir algo más que mera solemnidad, algun fervor interno. Lo sentiría incluso si en todo ese muro no encontrara un solo Acevedo.
Recomendación de la semana
Serie: Love is Blind
Digamos que fue mi guilty pleasure de vacaciones. En esta serie hacen un experimento de juntar solteros con solteras y ver si es posible que se comprometan sin haberse visto. Solo conversando.
He visto cuatro episodios y me parece demencial lo mucho que parecen estar convencidos de haber encontrado el amor de su vida (al que nunca han visto) y me parece interesante especular qué los lleva a eso (no creo, por cierto, que sea una actuación).
Esta semana en Atemporal: Conversé con Alejandro Gaviria sobre el Medellín de los ochentas, el fenómeno de violencia desatada que ocurrió entonces, sobre su pasó por la política y los efectos que tuvo en su vida, y sobre Stefan Zweig —uno de mis escritores preferidos— y sus últimos días.
Hola, Andrés. Recién me enganché con el contenido del podcast y quería hacerte saber que lo que haces capta el interés de muchos. Soy médico y realmente disfruto mucho las conversaciones.
Muy bueno