El grafiti que más recuerdo del Camino estaba en un baño, no sé en qué pueblo.
«Jesús no empezó en Sarria», decía. Estaba escrito en inglés, quizás para que todo turista pudiera entenderlo.
En el Camino Francés, Sarria es la ciudad más cercana a Santiago de Compostela desde la que se puede empezar y completar los 100 kilómetros mínimos para que el peregrinaje sea válido ante los ojos de ya ni sé quién.
Para los caminantes, empezar en Sarria es hacer trampa, pues en 100 kilómetros no se alcanzan a padecer las dificultades de El Camino.
Nosotros veníamos de Astorga, a 180 km de Sarria, o sea que también teníamos derecho de dividir el mundo entre caminantes y turistas, y a los últimos mirarlos mal y a los primeros considerarlos nuestros pares.
Aunque había gente que venía desde Roncesvalles, a los que empezar en Astorga seguro les parecía poca cosa.
Y, pues, también venían alemanes, que no importa si miden dos metros o dos metros y medio, caminan a un ritmo imposible, alienígena, y nosotros los mortales hemos de parecerles poca cosa.
Venía también una señora de Eslovenia y a juzgar por el estado de su camiseta —su única— no me cabía duda de que venía a pie desde Eslovenia.
La verdad es que más allá de la mala fama de Sarria y del hecho de que Jesús no haya empezado ahí —ni en ningún otro lado, por si hace falta aclarar— en El Camino no se respira ambiente competitivo.
Salvo el tipo que lo hacía trotando, casi nadie lo hace pensando en el ritmo. Incluso los que inicialmente se meten por el reto físico pronto se les olvida eso, y se concentran en otras cosas.
Los que no han ido se imaginan casi siempre que El Camino es un asunto espiritual. Tienen la imagen de que la gente va caminando entre bosques con los ojos enlagrimados y la sonrisa de asombro. Y sin duda habrá gente así y seguro tuve momentos en los que yo mismo estuve así. Pero no es mi imagen del Camino.
Más que espiritual, El Camino es una experiencia random.
Como ese español que me alcanzó para hablarme de Franco, nuestro señor, y como bajo su dictadura no había habido «un solo muerto».
Como esa pareja de hermanos australianos que se pelearon el primer día apenas llegamos nosotros al albergue (o porque nosotros llegamos al albergue) y luego no se volvieron a dirigir la palabra.
Como los tenderos de Galicia que uno no sabía si lo estaban regañando o solo hablaban así, pero que sin falta traían el pan con tomate.
Como las vacas del Camino que de la nada aparecieron un día y pasaron a ser más numerosas que los mismos caminantes.
El Camino lo contiene todo, como la vida. Y como todo cabe en El Camino, caben también los clichés, que parecen ser la única manera de poner en palabras la experiencia del Camino de Santiago.
Estaba pensando cerrar diciendo que El Camino es como el taller del carro, en el sentido que el que va una vez siente la necesidad de volver eventualmente. Pero la metáfora es mala. Pésima. En El Camino no hay mecánicos, ni salas de esperas. Y lo más importante —al menos en mi experiencia—: puede que uno no sepa qué esperar del taller. Así pasa también en el Camino. Pero al taller uno siempre sabe por qué va. Alguna luz se prendió, las mollejas se sienten desbalanceadas. En cambio hasta la llegada al Camino es random. Simplemente uno se aparece allá, sin saber muy bien por qué, como si atendiera el llamado.
Recomendación de la semana
Video de Youtube: Conan O’Brien en Hot Ones
Para morirse de la risa.
Esta semana en Atemporal: Conversé con Ramiro Valencia, sobre su encuentro con Pablo Escobar, representar la institucionalidad en momentos difíciles, los jesuitas, entre otros temas!
¡Qué lindo! Yo hice el camino en el 2000, desde Ponferrada (menos que desde Astorga, lo sé). Han pasado todos estos años y aun quiero volver. Pienso que debe ser muy distinto ahora, cargando con un teléfono celular con gps. Las vacas, las cabras, la comida... Uno de mis mejores recuerdos de España.