Idealista fuiste, en déspota te convertirás: Robert Moses y la condena del poder
Ni alcalde, ni gobernador: más poderoso.
Este texto lo publiqué por primera vez en CUMBRE, la publicación de liderazgo del CESA, en abril de 2022.
La ceremonia de posesión de los funcionarios de la ciudad de Nueva York de 1954 transcurría con normalidad hasta que Robert Moses subió a la tarima. Robert F. Wagner Jr., el recién electo alcalde de Nueva York, juramentó a Robert Moses como Comisionado de Parques, pero, a diferencia de sus colegas, Moses no descendió de la tarima. Se quedó quieto. El alcalde repitió el ritual: volvió a juramentar a Robert Moses, esta vez como Coordinador de Construcción Municipal. Nuevamente, el doble funcionario Robert Moses mantuvo su lugar. Esperaba su tercera nominación como miembro de la Comisión de Planeación Ciudadana. Pero esta vez Wagner no reinició el ritual. Dio por concluida la ceremonia y bajó las escaleras. Sin advertir que sobre él se posaba la mirada fría de Moses, que apretaba los puños para contener su ira interior, Wagner se dirigió a su despacho para iniciar sus funciones como alcalde de Nueva York.
No había completado la primera hora como alcalde cuando un huracán abrió las puertas de su oficina. El huracán era Robert Moses. En la mano derecha traía una hoja de papel. Sin mediar palabra la aplastó contra el escritorio del alcalde. La presión de la mano izquierda sobre la capa de vidrio dejó la primera impresión dactilar en el escritorio recién inaugurado. Moses se inclinó hacia adelante y quedó a un respiro de distancia del alcalde. Luego señaló el papel con el índice derecho: «Fírmelo. O renuncio a todas mis posiciones.»
Su voz no tenía rastros de ira: Robert Moses transmitía la calma de quien está determinado a imponer su voluntad. La frente del alcalde, en cambio, ya empezaba a enjuagarse de sudor. Pero no fue el sudor lo que delató sus emociones: fue la piel del cuello, que pasó de pálida a rojo intenso. En sus primeras horas a cargo de Nueva York, rodeado de sus asesores más cercanos, evidentemente avergonzado y probablemente asustado, al alcalde no le quedó más remedio que firmar el papel que tenía en frente y posesionar como miembro de la Comisión de Planeación Ciudadana al ahora triple funcionario, Robert Moses.
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Durante la mayor parte del siglo XX, Robert Moses fue el hombre más poderoso de Nueva York. Lo que es más diciente: durante cuarenta años seguidos —y «seguidos» es la palabra clave— no hubo en Nueva York, «la ciudad más grandiosa del mundo», una persona con más poder que Robert Moses.
La historia de Robert Moses está atada a una discusión filosófica. ¿Qué tanta agencia tiene un individuo para transformar su entorno? Aunque el escepticismo conviene a la hora de explorar esa pregunta, cuando se trata de Moses el escepticismo se derrumba frente a la aplanadora evidencia de que Robert Moses construyó a Nueva York. Nunca fue su alcalde, tampoco gobernador. La única vez que se postuló a un cargo de elección pública —gobernador en 1934— fracasó de manera vergonzosa (por landslide dicen en Estados Unidos). Pero su distancia de los más altos cargos del poder público solo era formal. Su trayectoria demostró que no hacía falta el título más alto para amasar un poder imponente, abrumador, superior al de cualquier alcalde o gobernador de Nueva York. Ni siquiera el presidente de Estados Unidos, su enemigo jurado Franklin Delano Roosevelt, fue contrapeso suficiente para el pesado de Robert Moses.
Cuarenta años de poder irrestricto permitieron a Moses construir tantas obras públicas como para que su sola mención abarcara buena parte de la introducción de la épica biografía que Robert Caro escribió sobre él. No hay en la ciudad de Nueva York una cuadra que no haya sido moldeada por el vigor constructor de este —así lo bautizó Caro— Power Broker (repartidor de poder). Doce puentes, treinta y cinco autopistas, seiscientos cincuenta y ocho parques infantiles, y más de dos millones de hectáreas de parques. Robert Moses fue el gran constructor de Nueva York. Y así como Robert Moses construyó Nueva York, la destruyó. O al menos la dejó seriamente incapacitada, con problemas estructurales que hoy perduran.
La historia de Robert Moses es la prueba reina de que la del poderoso es una trayectoria vital de gran costo. Su título como «el hombre más poderoso de Nueva York» ha probado ser más una condena peligrosa que un privilegio. Pero que este poderoso haya pasado a ser un desposeído más no es simplemente una manifestación de que «todo lo que sube ha de bajar». Un repaso biográfico por este titán de Nueva York revela un panorama complejo en el que lo que construye al poderoso es, a la vez, la causa de su destrucción, en el que el demoledor, imposible de detener en su hora, termina demolido por sus mismas tácticas. Su historia revitaliza la pregunta perenne: ¿quién, en sano juicio, se internaría voluntariamente en el pantano del poder?
El auge y la caída de Moses, el gran poderoso de Nueva York, iluminan el terreno fangoso en el que se mueven los poderosos. De su historia sobresalen tres paradojas intrínsecas al poder que fueron determinantes a la hora de sepultar al titán.
El poder se consigue por conexión con la realidad, se pierde por desconexión.
Por el joven Robert Moses corría, en abundancia, sangre de idealista. A sus veinte años era un soñador. Un estudiante de Yale que recitaba de memoria los poemas de Samuel Johnson, y que escribía versos propios sobre cambiar el mundo. Robert Moses, afanado por dejar su huella, estaba inquieto por graduarse lo más pronto posible.
Como no podía ser de otra manera, su primer choque con la realidad resultó en una enorme decepción. En su primer trabajo como asistente en la Comisión del Servicio Civil, Moses intentó reformar la manera como se calificaba y recompensaba a los servidores públicos de Nueva York. A un sistema sustentado en el capricho y la política, Moses intentó imprimirle eficiencia y mérito. Pero sus años de esfuerzo fueron en vano. Fracasó en doble partida: no pudo persuadir a legisladores de cambiar las normas ni tampoco convencer a los funcionarios de que modificaran sus comportamientos. De su primer trabajo Moses no salió con mucho para mostrar, salvo una reforma fallida.
Del cadáver de la reforma no se alcanzaba a percibir lo formativo que resultó para Robert Moses su lucha sisifea por arreglar el mundo a las buenas. El fracaso le enseñó que la retórica del idealista y el sudor del reformista eran insuficientes para generar transformaciones. Pudo observar, más cerca que nadie, las telarañas del poder y la operación de la gran máquina política que hacía girar —o detener— la ciudad. En sus años de reformista fallido, Moses tuvo la suerte de ver el poder desde adentro, y también de que sus aprendizajes se le incorporaran por la vía del sufrimiento, el método para aprender más efectivo al alcance del ser humano. El sablazo fatal a su reforma le demedió el alma. En una parte quedó el Moses idealista. En la otra, mucho más grande, el nuevo Moses: el crudo realista.
Tan importante fue el nacimiento del realista como la supervivencia del idealista magullado. De no ser porque algo de sangre idealista pervivió en Moses, tal vez nunca habría llegado al poder.
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Cuando todavía no era poderoso, Robert Moses se iba en tren al trabajo. En el recorrido de vuelta, el tren se alejaba de la ruidosa ciudad y se internaba en la antítesis de Nueva York: la vecina Long Island, de playas vírgenes y praderas verdes, nada de lo cual se encontraba en la ciudad cuyos edificios rascaban los cielos.
El verde de Long Island hacía que Moses pensara en el gris de Nueva York. Pensaba en los neoyorquinos atrapados en una ciudad cada vez más cargada de cemento y edificios. Pensaba en las multitudes apiñadas en las calles y, por la vía de la sugestión, el oxígeno le comenzaba a faltar. A Moses no le era difícil imaginar los dolores del ciudadano promedio: él era uno de ellos. En sus horas de confinamiento en el vagón del tren, Moses soñaba un futuro ideal para la gente de Nueva York. Parques extensos en los que pudieran relajarse. Árboles bajo cuya sombra pudieran tumbarse para un picnic con la familia. Diamantes de beisbol en los que los niños, acostumbrados a inhalar humos de ciudad, pudieran respirar aire puro. Entre más miraba por la ventana del tren, más soñaba, y más se preguntaba por qué no podían usar esas playas privadas, que tanto se necesitaban del otro lado del río, para el bien de los ciudadanos y no para mantener el estatus de un puñado de millonarios. Entre más imaginaba un mundo ideal, más sólida se hacía su conexión con la realidad.
Aunque soñador, el idealista no es un iluso. Su punto de partida es la realidad, no la ilusión. Solo con una foto nítida de la situación actual puede el soñador proyectar en su mente una transformación ideal. En los años veinte, Robert Moses era un doliente de Nueva York. Caminaba las calles. Olía la basura. Sufría el agobio de quien pasa mucho tiempo entre edificios y multitudes. Desde la baranda de un ferri miraba el paisaje urbano plagado de fábricas y podía ver, aunque no existiera aún, el malecón que planeaba construir. En los ojos, su amiga Francis Perkins, podía ver un fuego inusual. Un incendio que revelaba una mente inquieta por la colisión constante de ideas. Por su consciencia rebotaban más ideas de las que alguien podría soportar sin caer en la locura. Ideas que le sugerían que aquello que sus ojos veían, entonces tan desagradable, podría llegar a ser realmente hermoso. «Todo lo que veía caminando por la ciudad lo hacía pensar de alguna manera en que podía cambiarlo para bien», decía Perkins sobre Robert Moses, el idealista.
En la Nueva York de los veinte nadie entendía mejor el problema de los parques que Robert Moses. La suya era la visión más clara de cómo debía resolverse el asunto. El idealista Moses había sufrido la falta de parques, visto las playas y campos de golf de los millonarios, e imaginado como podría aparejar el problema con la solución. El realista Moses sabía cómo debía ejecutar ese plan. El único inconveniente era que en ese entonces Robert Moses era poco más que un reformista fallido. Un reformista fallido a la espera de una oportunidad.
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La oportunidad se presentó en 1923, cuando el gobernador del Estado de Nueva York, Al Smith, entendió la importancia de los parques y los réditos políticos que le esperaban a quien asumiera sus banderas. Decidido a hacer suya la causa de los parques, Smith no encontró mejor encargado para construirlos que el realista idealista, o idealista realista, Robert Moses. Lo nombró Comisionado de Parques.
Del idealismo, Moses heredó la conexión con la realidad. De su primera experiencia fallida como reformista, la comprensión del poder. El Moses comisionado de parques entendía que la única moneda de cambio que lograría plasmar su visión en el mundo era el poder.
A pesar de que la causa de los parques contaba con un enorme apoyo popular, su construcción implicaba expropiar esas playas vírgenes y praderas verdes de Long Island que Moses veía desde la ventana del tren y que pertenecían a las familias más ricas de Estados Unidos. Al plan del comisionado se oponían nada más y nada menos que los Rothschild, los Kahn, y los Vanderbilts.
Para doblegar a los Robber Barons se requería mucho poder. Para amasarlo, Moses recurrió a una estrategia multifacética. Como reformista contra los grandes poderes establecidos, se ganó la admiración de la prensa. Como idealista que no recibía salario por sus funciones públicas, conquistó el corazón del público. Como zorro sagaz, él mismo redactó la legislación que sigilosamente le otorgó poderes exorbitantes. Y con una lealtad absoluta, casi reverencial, concretó el apoyo incondicional del gobernador Al Smith.
Sorprendidos por la fuerza de la naturaleza que había desatado el desconocido funcionario, a los barones no les quedó de otra que capitular. Y si el Moses idealista era intransigente —su visión se cumplía al pie de la letra o no se cumplía—, el Moses poderoso sabía cuándo traicionar su visión y ceder. La pureza, ya Moses lo había aprendido con sangre, suele atravesarse en el camino de los sueños. Si había que desviar el trazado original de sus parques con tal de mantener intacto el hoyo trece del campo de golf del señor Otto Kahn, el Moses realista estaba dispuesto a pagar el precio. No importaba el costo para la ciudad, no importaba que fuera necesario contravenir las intuiciones éticas más primordiales, lo que importaba era que los ciudadanos obtuvieran sus ansiados espacios de recreación. El Moses idealista denunciaba; el Moses realista negociaba a puertas cerradas y se aseguraba de que las cosas pasaran.
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Jones Beach fue su primer gran logro. Diez kilómetros de playa para los neoyorquinos acostumbrados a migajas de metros cuadrados. Casas de baño esplendorosas, teatros, y parques recreativos para los niños. Su primer parque era una obra de arte. Así la había imaginado Moses y así la había ejecutado. Había visualizado al padre de familia que conducía su automóvil a través de una espléndida carretera que bordeaba la costa. Pero también había imaginado a los niños maravillados con castillos en los que podían jugar al asedio. Y también a la madre deleitándose con los detalles lujosos de las casas de baño, agradecida de poderse cambiar el vestido de baño, por primera vez en mucho tiempo, con algo de comodidad.
La capacidad para construir las autopistas enormes que conectaban la ciudad con la playa, y simultáneamente cuidar del más pequeño detalle de las casas de baño hacían de Robert Moses un fenómeno sin precedentes en la historia de la construcción. El veredicto de los visitantes y de la prensa era el mismo: solo un genio podría haber construido Jones Beach. Era su mayor punto de conexión con la realidad. La epítome del Moses que vibraba con los problemas, conocía las soluciones, y sabía concretarlas. Nunca más volvería a alcanzar ese grado de conexión con la realidad y de genialidad creadora.
A los neoyorquinos, Jones Beach les permitió cambiar la selva de concreto por la playa. A Moses, consolidar su reputación y catapultarse hasta dimensiones de poder inéditas en la historia de Nueva York. Era el comienzo de cuarenta años de poder. Pero el Moses de Jones Beach, ídolo popular, artífice de grandes hazañas, no sería el mismo que construiría, a mediados de los cincuenta, la Cross-Bronx, una autopista en medio de la ciudad que destruiría barrios enteros, minaría el tejido social de la ciudad y crearía la más grande crisis de desalojos en la historia de Nueva York.
Ante la mirada del público, el Moses de los veinte y de los cincuenta era el mismo: el funcionario público más desinteresado y efectivo de todos. Pero lejos había quedado el Moses de los veinte de aquel otro, el de los cincuenta, que elevaría puente tras puente para intentar aliviar las congestiones de tráfico que solo empeoraban con cada nueva inauguración. El Moses de puentes y autopistas insensatas ya no vibraba con la realidad. El Moses que intentaba descongestionar la ciudad era el que nunca aprendió a manejar, pues desde que llegó al poder, se movilizó en dos limosinas en las que tenía reuniones rodantes. El constructor de los cincuenta nunca tuvo que soportar el tedio de enclochar y desenclochar infinitamente en medio del tráfico detenido del puente de Brooklyn. Moses nunca entendió que la vida del neoyorquino era la del sufrimiento rutinario de quien repite un día tras otro las mismas congestiones eternas bajo el sol insoportable de las once de la mañana.
Su conexión con la realidad lo hizo poderoso, pero no fue eso lo que lo mantuvo en el poder. El Moses que construía en los cincuenta lo hacía bajo los paradigmas que se habían estructurado en la mente del Moses de los veinte. A Robert Moses, el poder lo desconectó de la realidad.
Lo de Moses no es una anomalía. Las dinámicas del poder se prestan para aislar a quien lo ejerce. El poderoso se ve tentado a rodearse exclusivamente de fieles. Aunque no lo parece, el poderoso se encuentra en una posición frágil. Se ha hecho con el poder a costa de no pocos enemigos. Su respuesta a la fragilidad es de índole marcial: el atrincheramiento. Cierra filas, fideliza subalternos, exige lealtad dogmática, no encuentra de otra que cavar un hueco más profundo para protegerse y no advierte que entre más se hunde más reduce su línea de visión. Para mantener su poder, el poderoso se aísla, castiga el disenso entre sus filas, y en el proceso sienta las bases para su eventual destrucción.
Ni siquiera un genio como Robert Moses podía darse el lujo de desconectarse de la realidad. A propósito, Robert Caro, el biógrafo de Moses, escribe:
La mente era brillante, pero incluso una mente brillante es solo tan buena como el material —el input— del que se alimenta. Bob Moses escaló tan alto a bordo de su propio ego, se volvió tan rígido a causa de su propia arbitrariedad, que se sacó casi del todo de la realidad y se aisló a sí mismo dentro de su propia individualidad.
Una verdadera máquina de trabajo —vivía para trabajar y lo hacía más eficientemente que cualquier otro—, Moses llegó a tener doce cargos públicos al mismo tiempo. Y no eran cargos honoríficos, eran trabajos de tiempo completo. ¿Cómo mantuvo doce trabajos simultáneos? Solo Moses lo sabe. Lo que nosotros sabemos es que trabajar con esa intensidad exige sacrificios. Y no solo los típicos: familia y tiempo de ocio. Para trabajar tanto, para ejercer tanto poder, Robert Moses tuvo que renunciar a pensar. Y allí, en la acción irreflexiva, sepultó toda oportunidad de reconectarse con la realidad. «Robert Moses», escribe Caro, «nunca se permitió, desde que llegó al poder, tiempo para reflexionar, para pensar».
Robert Moses perjudicó a Nueva York pues la moldeó bajo un paradigma equivocado. Sus construcciones estaban concebidas para agradar a los conductores de carros. Esa filosofía —hoy a todas luces absurda— se había consolidado en la mente del joven Moses, el Moses conectado. En esa época, en la que conducir era una actividad lúdica más que vital, el paradigma urbanístico era muy diferente del que ya era evidente en los años cincuenta: que una ciudad debía moldearse en función de favorecer a los peatones y el transporte público. Esa filosofía, aunque superior, no cabía en la mente ya estructurada, ya rígida, de Robert Moses.
Pero al poder no le interesa quién tiene la razón, sino quién tiene la capacidad. Y Moses, sin tener la razón pero con enormes capacidades para ejecutar, pudo construir las autopistas más corrosivas, los puentes más injustificados, organizar la ciudad más importante de todas bajo un paradigma equivocado. La poca resistencia que encontró fue fútil frente al titán.
Pero la desconexión se paga, aunque la cuenta llegue más tarde de lo debido. En la cumbre de su aislamiento, Robert Moses intentaría verter cemento sobre el parque más querido por los neoyorquinos: Central Park. Ahí empezaría el derrumbe de su imagen pública. Sería la primera piedra de una avalancha fatal.
El poder refuerza rasgos de la personalidad que pueden determinar la caída.
Las tácticas de Robert Moses para ejercer el poder eran tan efectivas que durante décadas las empleó una y otra vez. Ya a mediados del siglo XX, Moses entendía y se aprovechaba de condiciones de la psique humana que solo se elaborarían teóricamente a principios de nuestro siglo.
Por ejemplo, Moses nunca mostró preocupación por los sobrecostos que un proyecto pudiera suscitar. Varios de sus puentes y parques terminaron costando varias veces más que el valor inicialmente presupuestado. Incurriría en unos excesos absurdos que harían pensar que Moses sería castigado por sus superiores y tildado por la opinión pública como derrochador. Pero Moses sabía que el miedo a perder lo invertido supera por mucho la aversión a reforzar la inversión. Que el temor a perder puede más que la ilusión de ganar. La opinión pública, sabía el comisionado, castigaría con mayor vigor a los que paralizaban el progreso que a los que se excedían —a veces incluso malgastaban— en su nombre. Hábilmente, Moses enmarcaba el sobrecosto de sus proyectos no en términos de que «va a costar más de lo anunciado», sino en términos de que «si no se aprueba el presupuesto adicional, se estará perdiendo, de manera negligente, el dinero de los contribuyentes que ya se invirtió».
Bastaba con que asentara los primeros cimientos de una obra para que ningún juez, legislador, alcalde o gobernador, pudiera oponerse. Dejar a medias una obra era un crimen peor que los sobrecostos. «¿Les gustaría que este proyecto, ya 50% completado, fuera abandonado?», les preguntaba retóricamente a sus opositores. Con la instalación de las primeras estructuras, Moses creaba un aura de irreversibilidad que hacía imparable su acción creadora. ¿Cuál juez tendría la gallardía de ordenar la demolición de un parque público en construcción? Tan cómodo se sentía con esa táctica que en una ocasión llegó al extremo de contravenir una orden judicial y ordenar demoler un muelle que impedía la construcción de una de sus autopistas. Poco le importó que el muelle se encontrara en operación. Menos que un juez le hubiera prohibido demolerlo. La sentencia judicial no era sino una hoja de papel y él tenía una wrecking ball. Al despiadado comisionado tampoco le importó que, desde el río, los pasajeros de un ferri observaran aterrados la destrucción del muelle en el que, se suponía, debían atracar.
Tan consciente era de la aversión humana a perder lo invertido que no dudaba en arriesgar la mayor pérdida de todas: la de él como servidor público. Era tan recurrente su amenaza de renunciar a sus trabajos que, en una ocasión, Fiorello La Guardia, uno de los alcaldes que tuvo que aguantar a Moses, le envió una nota en la que le decía: «adjunto encontrarás tus últimas cinco o seis renuncias. Voy a empezar un nuevo archivo».
Ni los alcaldes de Nueva York ni sus gobernadores podían permitirse la renuncia de quien durante décadas había sido proclamado por la prensa y el público como «el mejor servidor público en la historia de la ciudad». Era la última carta que Moses jugaba cuando estaba teniendo problemas en doblegar a quienes, sobre el papel, eran sus superiores. El ultimátum Moses fue efectivo durante años y le aseguró salirse con la suya en la gran mayoría de ocasiones.
Solo en una ocasión la amenaza de renuncia le falló. Desafortunadamente para Moses, se trató de la ocasión crucial. Cuando todo estaba en juego, cuando las apuestas estaban en altos históricos, cuando por fin Robert Moses se enfrentaba a un contrincante de su talla, esa táctica, afianzada como un rasgo indisoluble de su personalidad, aseguraría su derrumbe irreversible.
***
Desde que Nelson Rockefeller se posesionó como gobernador de Nueva York, Robert Moses supo que no sería fácil imponerse sobre él. Además de poderoso, Rockefeller era rico. Su título de gobernador le daba fuerza, pero su verdadero respaldo era el banco de su familia, el Chase Manhattan. Y cuando el gobernador propuso reformar la Autoridad de Triborough, la mayor fuente de poder de Moses, quedó claro que su verdadero objetivo era privar de poder a quien durante décadas había sido el más poderoso de todos.
La declaración de guerra sorprendió en mal momento a Moses. Meses antes, uno de sus ingenieros había olvidado unos planos bajo una banca en Central Park con tan mala suerte que quien los recogió fue una madre curiosa que vigilaba a su niño que jugaba en el pasto. Los planos delimitaban el área en la que Moses pretendía construir un parqueadero: nada menos que ese mismo pasto en el que el hijo de esa madre estaba jugando, el mismo pasto en el que durante décadas otros hijos habían jugado junto con otros hijos de otras madres.
El descubrimiento azaroso se tradujo pronto en una protesta espontanea. Las madres, para quienes ese pasto y esos árboles eran un espacio seguro para la crianza de sus hijos, no iban a permitir que nadie —ni siquiera una leyenda viviente como Robert Moses— derramara sobre su territorio una sola gota de cemento.
Robert Moses, acostumbrado a sofocar las protesta con su poder, se mostró intransigente con las madres de Central Park. Ese error táctico convirtió lo que había empezado como un plantón de madres en la batalla por Central Park. Y si de un lado estaban las buenas madres, que además de velar por sus hijos velaban por los pulmones de toda una ciudad, del otro quedaba Moses, cuya rigidez parecía indicar que lo único que le interesaba era traer a la tierra el reino de los carros y las cementeras.
En la batalla por Central Park, la prensa de la ciudad encontró un escándalo jugoso. Pero en pocos días el cubrimiento de la confrontación pasó a segunda plana. La prensa, que durante décadas había adulado a Moses, ahora empezaba a ver en él rasgos de villano. El olfato inquisitivo de los reporteros no había seguido nunca el rastro de Moses.¿, cuya imagen heroica destilaba un olor placentero. Pero el minuto en que se sugirió que tal vez Moses, después de todo, no era el héroe que tanto habían magnificado en sus editoriales y reportajes, un olor a putrefacción se filtró. Y los reporteros, otrora perros dóciles, pasaron a ser los sabuesos más inquietos. En poco tiempo lograrían desentramar la telaraña de corrupción de la que Robert Moses era el núcleo.
Con la reputación dinamitada, era el momento propicio para el ataque de Rockefeller. Su plan para derrocar a Robert Moses se topaba de frente con una oportunidad de oro. Fue entonces cuando introdujo la legislación para reformar la entidad de la que Moses extraía gran parte de su poder. Pero el Moses impopular no dejaba de ser poderoso. Puso en marcha todo su arsenal para contrarrestar al gobernador. Sin embargo, sus usualmente efectivas maniobras —intimidación, mentiras, sobornos—, no bastaron.
Fue entonces cuando, tras meses de esfuerzos fallidos, Moses optó por su usual ultimátum. O el gobernador desistía de reformar la Autoridad de Triborough o Moses renunciaría no solo como director de la misma, sino que abandonaría todos sus cargos.
Esta vez, en contra de todo cálculo, a diferencia de todo precedente, su superior, el gobernador Rockefeller, casó el bluff. Moses había renunciado, y por primera vez en más de cuarenta años un jefe suyo le había aceptado la renuncia.
Su imperio, construido sobre cemento y acero no sería fácilmente derrumbado, pero el emperador ya había sido derrocado.
Ser poderoso es peligroso, pero es más peligroso dejar de serlo.
Llega un momento en la vida del poderoso en la que el poder deja de ser un medio y se vuelve un fin en sí mismo. Lo que hasta entonces había sido un instrumento para llevar a cabo el arte de hacer que las cosas pasen, como le gustaba decir al propio Moses, de repente cobra vida propia. El ejercicio del poder no es ya una necesidad, sino que parece casi un placer para quien lo tiene.
Con los años, el poder y el trabajo tomaron rumbos diferentes en la carrera de Moses. El poder, que hasta entonces existía en función del trabajo, ganó campo en la jornada laboral del comisionado. Tanto que durante la mayor parte de su vida, Robert Moses, otrora idealista, dirigió su energía no a cumplir su sueño de transformar a Nueva York, sino a acumular más poder del que ya tenía. Y lo logró: si antes era Moses el que acudía a las autoridades municipales en busca de dinero para construir obras, ahora tenía tanto poder que eran las autoridades las que tenían que rogar a Moses que usara su dinero (el de la entidad que él dirigía) para este u otro fin.
¿Por qué se convierte en un fin el poder? Una lectura posible es que el poder es una suerte de droga adictiva, tan adictiva como la heroína. Quien se inyecta una vez no puede detenerse. La adicción es el resultado natural de la trayectoria del poderoso. En el caso de Moses, el idealista dio paso al poderoso, y el poderoso, adicto a la potente sustancia, termina por dar entrada al déspota.
El problema de no poder detenerse es que entre más se alarga el juego del poder, más enemigos se acumulan, y más posibilidades de cometer un error garrafal. En el caso de Moses —y valdría la pena revisar si hay algún caso de poderoso cuya ruina no haya sido por este motivo—, el tamaño de su poder y la duración del juego hicieron que su debacle fuera inevitable.
***
Durante décadas, Robert Moses tuvo de su lado el arma más efectiva de un poderoso: la prensa. Ni el investigador más dedicado encontrará en los numerosos reportajes y editoriales sobre Moses (por lo menos en la primera mitad del siglo XX) un solo escándalo, ni siquiera la más tímida crítica hacia él o sus obras. La opinión de la prensa sobre el creador de los parques era unánime: «el mejor servidor con el que la ciudad ha tenido la fortuna de contar». Su reputación como incorruptible, desinteresado y sacrificado (la mayoría de sus cargos públicos los hacía ad honorem) estaba construida, como las casas de baño de Jones Beach —su opera prima—, en mármol.
Blindado por la prensa, nadie se atrevía a desafiarlo, mucho menos a conspirar para derrocarlo. Ni el único presidente que ha sido elegido tres veces en la historia de Estados Unidos, el no poco poderoso Franklin Delano Roosevelt, lograba someterlo.
Pero quien ejerce el poder durante décadas no puede evitar volverse caprichoso. Acostumbrado a que sus visiones se volvieran realidad, a Moses le era imposible encontrar errores en su propia lógica. Si su imaginación se había impuesto una y otra vez, si con su mente y su vigor había hecho de potreros parques memorables y levantado puentes en desafío las más elementales leyes de la naturaleza, ¿cómo era posible que tuviera fallas?
El poderoso confía solo en su mente. Todo lo que lo contradiga es un ataque, además de personal, malintencionado. Su capricho, razona el poderoso, es necesario: solo él sabe lo que conviene.
Fue precisamente el despotismo lo que dinamitó la reputación marmórea de Robert Moses. Cruel ironía. El que se había hecho con el poder gracias a los parques empezaba su impensable caída por culpa de los parques. Al poderoso Moses, que había llegado al poder por su comprensión de la importancia de los parques para el público, se le había olvidado la importancia de los parques para el público. No hay otra manera de entender su decisión de insistir en el parqueadero impopular en Central Park. Moses, caprichoso, acostumbrado a sofocar protestas, a que su voluntad se impusiera, no se retractó ante la indignación de las madres de Central Park. Se mantuvo firme en su capricho de cemento, en su despotismo de emperador, y con ello abrió la primera grieta en su reputación.
El problema para el poderoso es que apenas se manifiesta la primera grieta, los enemigos que habían aguardado la oportunidad se lanzan juntos al asedio. El castillo no se mantiene libre de turbas por falta de enemigos, sino porque se le percibe imperturbable. Es cuando se abre la primera grieta, cuando los otomanos descubren la Kerkaporta, cuando los orcos dinamitan la alcantarilla de Helm’s Deep, que toda la fuerza del enemigo se desata. Y tras cuatro décadas de intimidar y humillar oponentes, Robert Moses estaba cercado de enemigos.
La prensa amiga de repente se transfiguró en la prensa enemiga. Los sabuesos reporteros taladraban la superficie de mármol y el olor podrido de la corrupción llegaba por primera vez a las narices del público. Empezaba la avalancha. Los neoyorquinos se enteraron en cuestión de días sobre una corrupción grotesca que se extendió durante décadas: leyeron de banquetes millonarios, pagados con sus impuestos, y ofrecidos para persuadir autoridades; conocieron versiones en las que las majestuosas autopistas de Moses pasaban por rutas específicamente diseñadas para beneficiar a sus aliados políticos; supieron que los puentes que habían roto la ecología y la estética de la ciudad se habían levantado por ninguna razón diferente a que en la mente creadora de Moses el automóvil importaba más que la persona. Por primera vez, en tres décadas, en tinta impresa se denunciaba que la destrucción del tejido social de Nueva York se había hecho no en nombre del progreso sino de la maldita corrupción.
Al principio los titulares de prensa eran deferentes con Moses. Un ídolo, después de todo, no cae de un día para otro. Pero a medida que surgía la evidencia del juego sucio, los titulares perdieron su pudor y le pusieron nombre al artífice del desastre: Robert Moses. Mientras el ataque de la prensa, ruidoso y frontal, drenaba a Moses, que se defendía con toda su energía y recursos, el gobernador Rockefeller planeaba el ataque lateral. Este, sigiloso y discreto, sería la estocada final.
¿Por qué permitió Moses que las cosas se degeneraran hasta ese punto? Si había tenido la carrera más exitosa en la historia de un servidor público, había creado puentes y parques memorables, había hecho mucho bien para cientos de miles, ¿por qué no retirarse a tiempo?
Volvemos entonces a la idea de que el poder es una droga. Entonces diríamos que Moses falló porque no tuvo la fuerza de voluntad para dejar de inyectarse. Pero hay otra visión que parece más certera para explicar su situación. El escritor Antonio Caballero expuso las dificultades intrínsecas del poder en estas palabras:
Creo que es de un pensador chino la idea de que ejercer el poder es igual a cabalgar un tigre: el jinete no se puede desmontar, porque en ese mismo instante el tigre se lo come.
¡No estamos hablando de drogas, sino de tigres! El peligro para el poderoso no es el síndrome de abstinencia: ¡es el apetito de su corcel! Su condena es perpetua. Una vez agarra las riendas, no puede soltarlas. Sin salida garantizada, al poderoso, observa Caballero, no le queda de otra que «seguir montando para siempre».
El poderoso que intenta desprenderse de su poder queda a merced de sus enemigos, los mismos que ha acumulado por ejercer el poder. Su solución —y a duras penas podría llamársele solución— es seguir montado en el tigre, ejerciendo indefinidamente el poder y acumulando enemigos. El idealista da paso al poderoso, el poderoso abre camino al déspota, y el déspota termina por enterrar a quien un día soleado era tan solo un joven soñador.
Es fácil hacer de los poderosos una caricatura. Imaginarlos parte de una élite conspirativa que toma whisky y se burla de los desposeídos. Pero la realidad es otra: más que un cónclave de señores en toalla que sudan en un baño turco, el día a día de los poderosos ocurre en el Coliseo Romano. Son jinetes que cabalgan tigres en una suerte de danza elíptica sin fin. Quien desdibuje la geometría, quien se atreva a detenerse, se expone al ataque de los demás jinetes. Y peor: quien decida que ha tenido suficiente, que no quiere seguir en el juego, pronto se da cuenta que ni se trata de un juego ni puede detenerse.
Recomendación de la semana
Película: Motherless Brooklyn
Esta película tiene que ver con Robert Moses y su impacto demoledor sobre Nueva York. Es, además, muy buena.
Esta semana en Atemporal: Conversé con el exministro de Hacienda Juan Carlos Echeverry sobre la crisis del 98, su manera de trabajar, cómo lograr que un equipo de trabajo rinda mejor, Ecopetrol y cómo sortear una cultura de la abundancia en plena crisis, la mística que necesita Colombia, y mucho más!
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Muy buena crónica, aleccionadora; gracias.
"El poder se consigue por conexión con la realidad, se pierde por desconexión": No les ocurre a tantos políticos que llevan demasiado tiempo en la cúspide del poder? Salvo que tengan y confíen en alguien que les diga 4 verdades cada semana.