Cuando publicó su primera novela, a los veintiséis años, la gente se escandalizó. «¿Cómo es posible que alguien tan joven escriba tan bien?», se preguntaron. «¡Llevaba catorce años escribiendo!», contesta Truman Capote, muchos años después, en el prólogo de Música para camaleones.
Desde muy temprano Truman Capote supo que lo suyo era escribir. La vocación le fue revelada sin necesidad de someterse a los crueles vaivenes de la experimentación profesional. Parecía un verdadero regalo de Dios. Pero «cuando Dios te da un regalo, también te da un látigo; y el látigo tiene cómo único fin la autoflagelación», escribe Capote.
Al comienzo, escribir era entretenido, una forma elevada de diversión. «Dejó de ser divertido cuando descubrí la diferencia entre buena y mala escritura, y luego descubrí algo más alarmante: la diferencia entre muy buena escritura y auténtico arte; es sutil, pero salvaje. Y después de eso, ¡el látigo descendió sobre mí!».
Leer A sangre fría es una experiencia extraordinaria. Si no lo han hecho todavía, se las recomiendo. Durante los breves momentos en los que se pueden quitar los ojos de la novela uno se pregunta cómo fue que Capote logró escribir algo tan atrapante a partir de una noticia que no había ameritado más de 300 palabras del New York Times. Dicen que A sangre fría inauguró el género de true crime. Y no solo eso. Es quizás el antecedente más claro del llamado Nuevo periodismo, que luego sería célebremente desarrollado, entre otros, por Hunter S. Thompson (Miedo y asco en Las Vegas), Joan Didion, y Norman Mailer. Mailer originalmente había criticado duramente la «novela periodística» de Capote, que le parecía una «falta de imaginación», pero luego se adentraría con devoción en el género que inauguró este portentoso escritor que demostraba estar adelantado a su época.
A sangre fría le tomó seis años a Capote. Seis años angustiosos («nerve-shattering») en los que Capote no sabía si de ellos resultaría un libro. Imaginen eso. Un prometedor escritor que dedica los años de su prime a «vagar por las planicies de Kansas». Según Capote fue un riesgo nada diferente del que toman regularmente «los tipos que se ganan la vida en los billares o jugando a las cartas».
Aunque la apuesta sería reivindicada por la historia, Capote mismo juzgaría con dureza su novela periodistíca. Años más tarde, cuando A sangre fría ya se había consolidado como un clásico moderno, Capote escribiría lo siguiente: «Leí cada palabra que alguna vez publiqué, y decidí que nunca, ni una sola vez en mi vida como escritor, había plenamente explotado toda la energía y emoción estética que el material contenía». El autor de la obra maestra estaba insatisfecho con su creación que, si maestra, no había alcanzado el nivel de lo sublime.
El Capote que escribe el prólogo de Música para camaleones y reflexiona sobre estas cuestiones es un Capote optimista. Si bien ya había vivido años bajo el látigo del «noble pero despiadado maestro», miraba el futuro con los ojos de quien ve la posibilidad de refinar su oficio; con la esperanza de —quién quita— trascender lo artesanal y alcanzar lo auténticamente artístico.
Parece increíble que el autor de una obra maestra la juzgue como insuficiente. Pero la eterna insatisfacción es al mismo tiempo gasolina y condena del artista. Pessoa lo pondría en palabras memorables, en un párrafo perfecto, que solo él podría encontrar insuficiente:
Lo que me duele es que lo mejor es malo, y que otro, si lo hubiera y con el cual yo sueño, lo habría hecho mejor. Todo lo que hacemos, en el arte o en la vida, es la copia imperfecta de aquello que pensábamos hacer. Desdice no sólo de la perfección externa, sino también de la perfección interna; falta no sólo a la regla de lo que debería ser, sino también a la regla de lo que juzgábamos que podría ser. Estamos huecos no sólo por dentro, sino también por fuera, parias de la promesa y de la anticipación.
La evolución artística de Capote no resultó como él la había soñado; ni como sus lectores la habrían querido. El prólogo de Música para camaleones es el de un artista consciente de su progreso y de su potencial; sugiere, casi, una culminación inevitable en los anaqueles de la grandeza literaria. Pero lo que seguiría no sería el afianzamiento del artista, ni la aproximación a las fronteras de lo imposible. Seguiría el declive. Las drogas. El alcohol. El encogimiento —literal— de su cerebro. Su última novela, polémica en su momento, mala en general, no está un escalafón por encima de A sangre fría, sino que es apenas un tejemaneje inconcluso que ni siquiera serviría de andamio para sostener la novela de no ficción con la que Capote, sin saberlo, había ya alcanzado su más grande cúspide.
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