Colonos y anticolonos
Una historia de nuestro país.
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Uno de los rasgos tóxicos de mi personalidad es que cuando me asomo por la ventana del avión y veo abajo el río Magdalena se me ocurre que soy la primera persona a la que se le ha ocurrido la genialidad de que, visto así, el Magdalena es “una serpiente de bronce con lomo dorado”. Me encanta ver el reflejo del sol desplazándose por el Magdalena a medida que el avión lo surca y pienso que alguna vez hay que ser tan verraco como Juan Manuel Restrepo y recorrer el Magdalena de inicio a fin.
Antes de montarme al avión para Florencia (Caquetá) le pedí a la que me atendió en el counter que me diera ventana. No quería perderme nada de este viaje -mi primero a la amazonía- y eso arrancaba desde la ventana del avión de hélice, que en Colombia casi siempre es anticipo inequívoco de los buenos viajes.
Cuando abordé, mi ventana estaba ocupada.
Cuando eso me pasa en un vuelo Medellín-Bogotá suelo reclamar lo que me pertenece. Yendo al Caqueta me hice el bobo. Podría decirles que fue por el tamaño del avión. Que en aviones de 32 filas por 3 sillas es suficiente la escala -quizás no se siente tan personal- como para decirle al intrusor que quite diay, mientras que en esos aviones de helice de 12 filas por 2 sillas eso sería como decirle a la abuela de uno que respete y se haga en el pasillo, donde le corresponde. Pero la verdad es que no fue la poca gente lo que me hizo sentarme en el pasillo sino el hecho de que el que se había apropiado de mi asiento era un desconocido del Caquetá, lugar sobre el que yo -como muchos- tenía suficientes prejuicios como para quedarme callado y no exigir lo mío.
Como perdí la ventana, tocó libro. Empecé uno que recomendó el Dr. Carlos Caballero en una columna y que se llama Every Day The River Changes: Four Weeks Down the Magdalena por Jordan Salama. No era propiamente sobre el Caqueta pero sí suficientemente roadtripero como para meterme en el mood. Me atrapó. Al punto que se me olvidó que estaba en el aire (algo que mi cerebro constantemente me recuerda y motivo por el cual no puedo dormir en aviones). Leí concentrado hasta que el piloto anunció que estabamos próximos a aterrizar. Ahí voltié a mirar por la ventana, que mi vecino había dejado desatendida más o menos desde el mismo momento en el que el avión decoló y él se quedó profundo. No puede ser, pensé, es el Magdalena. Ahí estaba. El río que Jordan Salama había explorado. El de Wade Davis. El mismo que había hecho de Mompox y Girardot lugares vibrantes y luego con los cambios caprichosos en su cauce los había tornado irrelevantes, destinados a vivir de poco más que la mística de un pasado glorioso. El Magdalena: invariablemente café, y a ratos, desde los aviones, con lomo dorado.
Solo que este no era el Magdalena. Era el río Caquetá, otra serpiente bronce de lomo dorado que le resta potencia a la metáfora que -no me sorprende- había, desde su parto, nacido impotente.
A uno le dicen que el Caquetá es la puerta de entrada a la amazonía colombiana, pero lo cierto es que se parece más a una cerca de esas fincas que no tienen porton. Y la cerca se corre cada vez más hacia el sur y si no hacemos algo pronto llegará hasta el Chibiriquete. Entonces diremos que el Chiribiquete es la puerta de entrada a la amazonía colombiana y para ese entonces ya será demasiado tarde.
La cerca se corre porque la vocación histórica del Caqueta, al menos desde que se acabó el negocio del caucho, ha sido ya no la de apuñalar los árboles sino la de tumbarlos. Primero para poner a pastar vacas y luego para sembrar hoja de coca. Hoy la coca se ha desplazado más hacia el sur, a Putumayo y Nariño; las vacas ahí siguen: por cada caqueteño hay cuatro vacas. Pero de las 2.5 millones de vacas, vi apenas un puñado durante todo el viaje y las vi mientras el avión aterrizaba.
Todo el que ha visto vacas desde la ventanilla de un avión ha podido intuir que la ganadería es ineficiente. Un inmenso potrero es interrumpido por una modesta mancha blanca, que son vacas arrumadas y que le hacen a uno preguntarse por qué teniendo kilómetros a su disposición prefieren pocos metros. Los potreros del Caqueta no me llaman la atención tanto por su aparente ineficiencia sino por la sección de bosque que aún persiste en ellos. Son resquicios dispersos de la amazonía y me incitan a imaginar cómo habría sido todo esto de no ser por las vacas.
“Mi papá era muy bueno con el hacha”, me dice una ganadera. La estrategia para desmontar era subirse a la montaña en busca de un árbol masivo que, al caer, se llevara el resto de árboles como fichas de dominó. De los treinta y dos departamentos de Colombia solo dos hacen alusión al hacha en sus himnos. Antioquia es uno, el otro Caqueta.

Nada más difícil que ser pionero. Pienso eso cuando Julio Andrés nos cuenta la historia de la colonización del Caquetá, que se ha dado en varias etapas. Deben ser las siete de la noche y desde un bosque, a espaldas del Chiribiquete, podemos ver Florencia, Caqueta. El nombre, no se sorprendan, está inspirado en Florencia, Italia. No creo que porque hayan querido recrear en medio de la amazonía la arquitectura florentina, sino porque dentro de esos primeros colonos había unos monjes capuchinos que, movidos me imagino por la nostalgia, quisieron al menos sobre el papel rememorar su tan diferente y tan lejana Italia.
En Horizontes, la familia de colonos señala su destino y queda claro que, sin más posesiones que el hacha y lo que llevan puesto, se juegan su vida en un destino incierto. Pero allí en el fondo hay un camino y ya alguien se ha encargado de pelar el monte. Son colonos, pero no son pioneros. Los pioneros son los locos y ahí entiende uno que fueran precisamente los que estaban cerca de Dios, esos monjes capuchinos, los únicos que lograban en ese entonces contrarrestar sus instintos de autopreservación y adentrarse selva adentro.
Veo las luces de Florencia y son tan dispersas que me da la impresión de que estoy viendo un intento de ciudad que la amazonía no dejó consolidar. Es, en todo caso, el municipio más importante de la amazonía colombiana. Esa noche, mi primera en la selva, me despertará no el aullido del mico, como lo anticipé, sino el estruendo de Olvidala, vallenato inolvidable del Binomio de Oro, que empezó en la cantina y llegó hasta mi carpa en la falda de la montaña. Colombia no deja de ser Colombia.
La historia de la humanidad ha sido, en un sentido, la de intentar dominar a la naturaleza. Es la lucha bíblica, la premisa de nuestras aventuras, el origen, también, de muchas de nuestras desventuras. Ha sido nuestra adversaria por excelencia, y hasta hace muy poco, por lo menos para nosotros los occidentales tradicionales, nuestra, ehm, madre.
En Caqueta se concentra hoy la mayor deforestación que tiene Colombia. Les digo, no es una puerta sino una cerca y la estamos corriendo. Los efectos, si no revertimos la deforestación, van a ser catastróficos. Nos la pasamos diciendo que este es un país inviable, pero es porque nos falta ver lo inviable que seríamos donde la amazonía no pueda seguir cumpliendo con su función ecosistémica.
Fui al Caqueta por invitación de Julio Andrés, que ya me parecía que estaba medio loco cuando me contó que se había ido -voluntariamente- a vivir a Pakistán. Confirmé lo de la locura cuando vimos una hormiga bala, que se llama así porque la picadura duele tanto como un balazo (y parece que no es exageración), y Julio Andrés -que ya nos había contado que lo habían picado dos al tiempo y que pasó la noche llorando en el hospital- se comprometió con una persona de su equipo a que se harían picar los dos al tiempo para saciar la curiosidad por el lado de ella y por el lado de él para, quién sabe en qué piensan los locos, ¿revivir la experiencia?
Julio Andrés pertenece a una nueva camada de colonos. Solo que en realidad son anticolonos. Se fueron al Caqueta no a someter a la naturaleza ni a conquistarla, sino a restaurarla. Una apuesta de la que poco se habla y que es crucial para que Colombia tenga futuro.
Voy de vuelta en el avión. Esta vez no pido ventana, porque el vuelo es de noche. Aun así me dan ventana: la 6D. Abordo y, oh sorpresa, está también ocupada. Esta vez es una mujer. No le digo nada y me siento en el pasillo. Prendo la luz de lectura y retomo mi libro sobre el Magdalena, pero esta vez no logro concentrarme. Me voy haciendo memoria del viaje, aunque ni siquiera se ha terminado. Pienso en la selva y pienso en Florencia. Pienso en los pioneros y en los hacheros. Pienso en el proyecto de Julio Andrés y su equipo de restaurar 150.000 hectáreas. Como pasa siempre que pienso en los pioneros no puedo más que pensar: ¡qué cosa más dura!
Eso sí: ojalá lo logren. No vaya a ser que ahí si, confirmado, nos volvamos un país inviable.
Este es el linkedin de Julio Andrés para los que tengan ideas de cómo aportar para que el proyecto de restaurar la amazonía sea exitoso.
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