Walter Cronkite tenía treinta y tres años cuando transmitió por primera vez desde un set de televisión. Yo, que todavía no cumplo treinta y uno y que quisiera pensar que he dado ya con el oficio al que me quiero dedicar, me sorprendo cuando me encuentro con historias como la de Cronkite. Y es que Walter Cronkite es el presentador de noticias más icónico en la historia de Estados Unidos. Fue Cronkite el que les explicó a los estadounidenses la exploración espacial; fue Cronkite el que les contó a los ciudadanos americanos sobre el asesinato de su presidente, John F. Kennedy; fue Cronkite el que, en un instante lúcido entre las miles de horas que estuvo al aire, precipitó el fin de la guerra de Vietnam con poco más que la inflexión de su voz. «El hombre más confiable de Estados Unidos», esa fue la reputación que se forjó Walter Cronkite a lo largo de su larga carrera en televisión. Un medio al que, sin embargo, no llegó antes de sus treinta y tres años, cuando ya era un periodista experimentado.
Pero lo que más me llama la atención de la historia de Cronkite no es su arranque tardío en televisión; me intriga más la gráfica de su trayectoria profesional.
Uno podría dividir las carreras profesionales en dos etapas: exploración y explotación. En la primera se desgustan diferentes trabajos, se pasea por múltiples industrias y se prueba suerte en organizaciones de tamaños diferentes a fin de ir descifrando las piezas del rompecabezas que compone a cada quien. En esa exploración se aprende cantidades, así al resto del mundo le parezca una pérdida de tiempo, así al mismo explorador no le sea aparente aquello que ha aprendido.
Luego viene la explotación. Cuando tiene suficiente retroalimentación para jugársela por una actividad particular, el diletante se deja por fin encerrar en una oficina de vidrio y dedica los siguientes años a trabajar en analítica de datos para una multinacional que exporta arándanos a las partes más remotas de Albania. El momento de explorar ha culminado y ha llegado la hora de aplicarse, de sacarle jugo a la combinación única de talentos que hacen de él un profesional de talla singular. Ha llegado, en breve (y luego de un largo tiempo), el momento de explotar.
Si la cosa fuera tan lisa como suena, la típica gráfica sería un electrocardiograma al comienzo —picos y caídas que trazan una línea brincona— para luego estabilizarse en una línea que se inclina arriba y a la derecha. La línea de la explotación se supone que debe ser impoluta pues la promesa de la etapa anterior es que al final de tanto intentar y fallar se tendrá la respuesta definitiva de a qué dedicarse en el remanente de siglo que le queda a la persona.
La primera parte de la gráfica —el electrocardiograma de la exploración— se cumple en el caso de Cronkite, que hizo de todo desde los catorce años, cuando ingresó al mundo del periodismo. Repartió periódicos en bicicleta (cómo, al parecer, todo niño gringo, ¿sin excepción?), anunció caballos en las carreras en el hipódromo, escribió sobre los asuntos más locales y sobre el asunto más global de su era, la Segunda Guerra Mundial, desde cuyo frente de batalla se presentó ante el mundo como un reportero infalible.
Después de esas experiencias inconexas, Cronkite da finalmente con la televisión. Allí daría un salto cuántico. Dejaría de ser un reportero de periódico más, y saldría del catalogo de radio periodistas medianos para convertise en Cronkite, la sensación del periodismo en televisión. Le costó más de 15 años en el oficio para dar finalmente con lo que Ken Robinson llama «el elemento». Y en efecto, parece que al entrar en el set Cronkite ha empezado su ascenso meteórico y que su trayectoria marcha indefectiblemente arriba y hacia la derecha. Cubre las convenciones políticas del año 52’ y desata una verdadera revolución en el periodismo y en la política, pues es la primera vez que un cubrimiento tan ambicioso (y tan largo) se intenta; el público está extasiado, y Walter Cronkite, casi más que el mismo CBS (su empleador), empieza a volverse sinónimo de televisión.
Es difícil imaginar una progresión diferente que arriba y a la derecha para quién ha encontrado la zona de la cancha en la que sabe jugar. En ese sentido, me parece que la mente humana tiene un cableado optimista. Uno ve a Giovanni Moreno pasar de jugar en el Envigado al Nacional y de ahí a Racing de Argentina y en ese momento solo puede imaginarlo con la camiseta del Madrid o la del Barca. Ni el más realista se imagina a Giovanni Moreno con una camiseta rojo comunista de un equipo cualquiera de la insulsa liga china. Del mismo modo uno no imagina que luego de la exitosa convención del 52’ Cronkite, la leyenda de televisión, fuera a fracasar en la convención del 56’ cuando su competidor (NBC) se jugara con un cubrimiento todavía más innovador: una dupla de anfitriones que harían ver a Cronkite, que aún no cumplía cuarenta años, como si fuera cosa del pasado.
Es difícil imaginar las trayectorias interrumpidas. Cronkite, Oprah, Yamid Amat, Hernán Pelaez, son tan legendarios en sus oficios que más que seres humanos parecen instituciones. Lo que no se alcanza a percibir tras la foto son los descaches y desvíos en medio de esas trayectorias ascendentes. Olvidados quedan los años en los que los directivos de CBS no sabían en qué programa poner a Cronkite, que ya era una leyenda in the making y aún así lo paseaban por toda la programación del canal como si fuera un todero y no un presentador de noticias excepcional.
Esta es la realidad: la fase de explotación no es tan simple como una línea recta arriba y a la derecha. Es, en verdad, enredada. Es, permítanme inventar adjetivos, electrocardiográmica. Es una trayectoria que en el largo plazo asciende pero que cada tanto se ve interrumpida. Ya por pujas políticas en la oficina, ya por jefes nocivos, ya por pandemias, pérdidas de confianza, enfermedades, o cualquiera de los miles de ejemplos que pululan pues siempre hay, a la vuelta de la esquina, un bache esperando a servir de caída para una carrera que pinta meteórica.
Pero no son solo los obstáculos los que le imprimen caos a las trayectorias profesionales. Es la exploración, que logra colarse en la fase de explotación.
Es la marca de todo gran artista, la de la incesante exploración. Paul Simon no ha cumplido treinta y ya ha escrito The Sound of Silence y Bridge Over Troubled Water. Podría dedicar el resto de su vida a intentar emular sus hits tempranos o, francamente, a vivir de ellos. Pero no. Experimenta con ritmos surafricanos y con otra cantidad de variaciones a su música. Decenas de canciones que, al menos en fama, serán inferiores a sus primeros éxitos. Juanes —otra leyenda in the making— produce sus mejores canciones en la primera década de los 2000 y desde entonces lo que le hemos escuchado parece ser el producto de una etapa de exploración incesante. Y es probable que no nos guste lo que arroja la exploración, pero eso no importa. La marca del artista no es acertar siempre, sino nunca parar de probar.
Suena simple, pero requiere mucho coraje. Y es que es inevitable que el que ya ha tenido un par de hits y se ha forjado una reputación que valga la pena proteger se vuelva averso al riesgo. Que desarrolle el instinto de publicar únicamente lo seguro, lo carente de riesgo, lo que se sabe que funciona. Pero justamento eso es un contrasentido. Pues lo que en realidad funciona, lo que nos mueve, no es la fórmula testeada sino la creación que ocurre en la frontera, la que oscila peligrosamente en la cuerda floja de la inspiración artística. En ese incesante intentarlo el artista arriesga rutinariamente su reputación. E inevitablemente se descacha. Y en el momento es juzgado, quizás linchado.
La pregunta es si vale la pena arriesgarse o si más bien Juanes debería sacar spin offs de A Dios le pido. Pero la respuesta es evidente. Y no solo porque la marca —y por tanto el deber— del artista es seguir intentando, sino por otra razón que no es intuitiva: la reputación de una leyenda no se calcula sumando todos los momentos de su carrera, ni todas las canciones de su repertorio, ni todas las novelas de su obra. Se computa, en realidad, casi exclusivamente con sus picos y qué tan elevados son; la reputación de la leyenda se deriva de una suma selectiva de momentos estelares, de canciones imborrables, de clásicos de la literatura. Los libros malos de García Márquez no le quitan puntos a su reputación. Es una leyenda, y punto. Johnny Cash tuvo una larga meseta en su carrera artística en la que aparecía rutinariamente (casi aburridamente) con la guitarra al hombro animando un programa de televisión. ¿Una leyenda en esas? ¡Qué horror! Fueron años enteros en los que parecía que Cash enterraba su reputación, en los que parecía que deshacía sus cimas artísticas. Pero luego llegó Rick Rubin y crearon los álbumes American, que a ratos se escuchan como una verdadera comunión entre el artista y Dios. Y eso, la obra perfecta (American IV), el último capítulo de una larga carrera que pone fin a la discusión de si pasará o no a la historia como una leyenda fue posible tan solo gracias a que Cash tenía la marca del verdadero artista: nunca parar de intentar.
Recomendación de la semana
Documental: The Gift: the Journey of Johnny Cash
Lo he visto 3 o 4 veces. Es sensacional (¿tal vez lo único que alcanzó a salir de esos “Youtube originals?). La película con Joaquin Pheonix también es muy buena.
Esta semana en Atemporal: Conversé con Daniel Mejía sobre el problema de la droga en Colombia y las que él cree son estrategias ineficientes para combatirlo. También hablamos de la intervención al Bronx, que lideró cuando fue secretario de seguridad de Bogotá.
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Muy buena crónica.
Lo que caracteriza a los que hacen historia es que mantienen la fe en sí mismos en todas las circunstancias. Es la paradoja de J. Stockdale, el Sentido de V. Frankl, la certeza de victoria de W. Churchill o la entereza de que todo es posible de B. Betancur.
“No hay nada más convincente que la propia convicción” Dice G García Márquez en el epílogo de Cien Años de Soledad.
Todos ellos son personas tienen la certeza de jugar a ganar y que nunca pierden porque aprenden. Jamás fuera del juego!