Cuentan que José Gutiérrez, el empresario paisa conocido como Don Guti, estaba un día almorzando con unos amigos, conversando jovialmente como si su función en el mundo no fuera más que la de entretener a sus amigos. De repente se paró de la mesa y se excusó. «Qué pena con ustedes», dijo Don Guti, «me está esperando el presidente de la ONU». Lo dijo, cuenta Jorge Uribe, con una «tranquilidad como si fuera a ir donde el dentista o a tomarse un tinto con alguien que le iba a comprar un caballo».
«Dios mío», pensó Jorge Uribe, «este señor sale de aquí a reunirse con el número uno de las Naciones Unidas, ¡Así de tranquilo!». Entiendo la sorpresa de Jorge Uribe. Y es que no estamos solo hablando de un empresario que estaba distensionado minutos antes de verse con el presidente de la ONU. Estamos hablando de un colombiano al que le parecía que reunirse con el presidente de la ONU era lo más natural del mundo. Un colombiano que trataba al presidente de la ONU como su par.
En esta tierra, en la que hemos heredado la peor versión de la humildad —según la cual es importante quitarse los méritos propios para no hacer sentir mal a los demás—, encontrar gente sin complejo de inferioridad es una empresa difícil. Hemos sido tan insistentes en lo de ser humildes que las más de las veces terminamos humillándonos cuando estamos en presencia de alguien que no le parece pecado hablar bien de sí mismo. Eso explica que seamos tan prestos a creerles el cuento a los extranjeros que llegan a Colombia vendiendo humo, y cuyo único mérito parece ser el de no ser colombianos. Complejo de inferioridad en todo su furor.
Sucede también cuando por alguna casualidad le vamos ganando a Brasil uno cero y aunque el partido no lleve más de veinte minutos ya los hinchas colombianos empezamos a sudar frío, pues hay una premonición en nuestro inconsciente que nos dice que es imposible que nosotros, equipo chico, podamos ganarle al pentacampeón (término que, por cierto, ha entrado en desuso, ¿verdad?). Es difícil encontrar un colombiano que trate de tú a tú a sus pares internacionales y en ese sentido Don Guti era la excepción.
Los costos del complejo de inferioridad son obvios en el futbol, pero van más allá de lo deportivo. Cualquier negociación en la que se sienten en la mesa dos partes que no se sienten iguales tiene resultado previsible y ni hace falta explicar cuál de las dos partes sale mal librada. Además de que se aprovechan de nosotros, el complejo de inferioridad nos impide aprovecharnos a nosotros mismos. Es un obstáculo a desarrollar nuestro potencial, pues no nos creemos capaces de lograr cosas delusionalmente (¿acabo de inventarme una palabra?) ambiciosas.
Yo he sentido, ya más veces de las que quisiera, el bendito complejo de inferioridad y por eso me dispongo ahora a buscarle remedio.
¿Cómo superamos el complejo de inferioridad? Por ahora no se me ocurren remedios individuales. Arranco entonces por el remedio social.
Creo que podemos empezar por un ajuste en nuestro lenguaje. Creo que la campaña más efectiva que podríamos emprender es la de prohibir la palabra pilo. Cómo seremos de acomplejados que nuestro mayor elogio consiste en decir de alguien que es muy pila, o sea, muy juiciosa.
No me malinterpreten. Creo que el juicio es importante, sobre todo al principio de la vida. Pero que sea nuestra virtud nacional por excelencia me parece extraño. Sería una extraordinaria virtud si los nazis hubieran ganado la guerra y hubieran convertido a Colombia en una gran granja para alimentar a los ubermensch. Pero la verdad es que a hoy, con occidente aún vivo, no veo cómo es que ser juiciosos nos va a sacar adelante. Puede que el lenguaje no importe y que no haya sido la glorificación de la humildad (en su versión mala) la que nos desarrolló esta naturaleza servil, pero déjenme creer que un lenguaje que recompensa no al adulto juicioso, no al modesto, sino al ambicioso y al osado nos puede traer mejores resultados.
Quizás para ello sea importante superar el paradigma del traqueto. Pues es con un traqueto con quien solemos asociar la ambición. Pero la ambición, como el colesterol y la humildad, viene en dos presentaciones: la buena y al mala. De la mala ya hemos tenido manifestaciones claras en Colombia; de la buena hemos tenido menos y, creo yo, bien haríamos en incentivar más. Incluso si el lenguaje no sirve de nada y la campaña es fallida, al menos nos habremos deshecho de esa palabra tan horrenda. Y es que la palabra «pila» ni siquiera goza de sonoridad, mucho menos de contundencia. Es una palabra tibia. Casi que tibia y pila podrían intercambiarse. «Te recomiendo mucho que la contrates, ella es muy tibia». Make pila the new tibia. Ahí tienen su p* campaña pintada.
Ya se me ocurrió un posible remedio para superar el complejo de inferioridad. Viene directamente de la historia de Don Guti. Verán, antes de que Don Guti se codeara con presidentes —colombianos y extranjeros—, antes de que fuera huésped de honor en la residencia de John Foster Dulles (una cosa es hacer couch surfing y otra muy diferente es hacer couch surfing en el sofá de los Dulles), Don Guti era José Gutiérrez Gómez, gerente de una importante cadena de laboratorios de Medellín.
Todo marchaba sin problemas hasta el día que los tanques nazis desfilaron por la plaza de Varsovia aplastando caballos polacos y empezó la Segunda Guerra Mundial. Ahí el laboratorio paisa se quedó sin proveedores, pues eran todos alemanes. Tanto para el laboratorio paisa como para el mundo libre, la crisis era de naturaleza existencial y a menos que José Gutiérrez y los demás líderes de occidente hicieran algo al respecto no quedarían laboratorios —y mucho menos países democráticos— de este lado del mundo.
Fue entonces cuando José Gutiérrez decidió, en uno de esos arranques de astucia que en ocasiones poseen a los antioqueños, montarse en el primer avión que pudiera encontrar con dirección a Estados Unidos. Allá aterrizó, sin saber una palabra de inglés, en busca de un proveedor. En busca de salvación. Como no tenía manera de hacerse entender, le pidió al conserje del hotel que le redactara una carta para el presidente de una compañía farmacéutica. Contra todo pronóstico, el presidente le contestó: lo invitaba a su oficina. Allá se apareció José Gutiérrez, todavía sin saber una palabra de inglés, pero con la actitud relajada de quien ha cometido esa barbaridad mil y una veces. A la salida, sus laboratorios tenían nuevo proveedor.
Mi teoría es que fue en ese viaje que José Gutiérrez se quitó el complejo de inferioridad. De ser cierta esta teoría entonces el complejo —esta es la buena noticia— sería tan solo un caparazón que se puede remover a fuerza de exponerse a situaciones intimidantes. Es un remedio, ya lo ven, bastante típico. Arriesgarse a practicar hasta que hablarle de tú a tú a un presidente de la ONU parezca la cosa más natural para estar haciendo un martes a las dos de la tarde.
Recomendación de la semana
Columna de opinión: Los deberes del centro de Andrés Caro
Creo que es la primera vez que recomiendo una columna de opinión por acá, pero es que está muy buena esta de Andrés Caro sobre el centro político.
Esta semana en Atemporal: Conversé con Carlos Caballero Argáez sobre la inverosímil vida de Belisario Betancur, ser ministro de minas en una época difícil, la tecnocracia, el desarrollo, y más!
Esta anécdota de Don José Gutiérrez G., es una perspectiva positiva del cuento "Que pase el aserrador…" de Jesus del Corral, un cuento que nos define como sociedad a los paisas.
Andrés, excelente columna. Es una reivindicación que como sociedad debemos hacer. Es imperativo resignificar quienes somos y esto parte con el lenguaje.
Te escribo, porque sería muy útil tener alguna forma más fácil de compartir estos escritos -columnas- por redes sociales. Ya sea que cuando llegué al correo exista un hipervinculo que permita compartirla en redes, y así, expandir estos escritos con tanto valor que realizas. Lo que tanta falta hace hoy.